A un año de la muerte de Hugo Chávez (y a 25 de muchas muertes más)
Tomas Straka
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Pocas luchas son tan intensas en la política como aquellas que se libran por la memoria. Lo que las sociedades piensen de su pasado remoto o inmediato tiene una relación directa con la legitimidad (o no) que le den a un régimen determinado, o a los esfuerzos de sus adversarios por derrocarlo. Lo hemos visto en Venezuela con la idea de los “cuarenta años” de democracia: la evaluación que cada quien tenga de ellos es proporcional a la simpatía o la distancia que guarde con lo que ocurrió inmediatamente después, de 1999 para acá. Ya antes había ocurrido lo mismo con otro constructo temporal: el de los “trescientos años de colonia”. Si se les supuso de oscuridad y atraso, la independencia estaba completamente justificada. Pero, en cambio, si se les supuso de estabilidad, paz e incluso prosperidad, la independencia fue, cuando menos, vista como una precipitación. Por eso la historia es una invitada habitual a los discursos de los políticos, a los fundamentos de sus programas, a los considerandos de sus leyes. En ocasiones, incluso, toda su argumentación se resume en el supuesto cumplimiento de un dictado histórico por ejemplo, “lo que Bolívar nos pidió que hiciéramos” o de una ley de carácter inapelable (el triunfo final del proletariado). Es lo que llamamos historicismo.
Por eso el Estado pero también los partidos, las iglesias, a veces hasta las empresas siempre tienen algún tipo de “política de la memoria”. En ocasiones para moldear doctrinalmente la conciencia de los ciudadanos en una especie de lavado de cerebro, pero en otras para hacerlos más libres, o para sortear con éxito procesos de paz, justicia, reconciliación y reconstrucción después de guerras o dictaduras. Con el tema del “legado” de Hugo Chávez en Venezuela nos estamos enfrentando a un caso típico de la memoria y su sometimiento a las tensiones políticas.
Desde el gobierno hay toda una campaña para demostrar que gracias a él “tenemos patria” (indistintamente de lo que esto pueda significar), que comemos mejor, que hay menos pobres, que somos la “generación de oro” en términos deportivos; mientras desde otros sectores se señala como todo legado una economía en grandes dificultades, con una de las inflaciones más altas del mundo y una escasez que, según cifras oficiales, ronda 30%; una deuda que se ha triplicado o tal vez más en 15 años; una delincuencia galopante (¡más de 20.000 muertos al año!) y una polarización que el actual mapa de las guarimbas dibuja bastante bien, tanto por su distribución como por su intensidad. Del mismo modo que con los “40 años”, lo que cada quien considere su “legado” influirá directamente en la opinión que tenga de Nicolás Maduro y su gestión.
Otro tanto podemos decir de la otra fecha que en estos días se ha conmemorado, la del 27 de febrero de 1989. El Caracazo, como se le conoce mejor, sobre todo en el exterior, ha entrado en el engranaje de la historia oficial, es decir, a la que se hace desde el poder, como vehículo esencial de toda política de la memoria. Según la versión “chavista” fue el gran antecedente de la revolución bolivariana. Para ella, si algo demuestra la infamia de los “cuarenta años” anteriores, fue aquella explosión de masas hambrientas que bajaron de los cerros a cobrar venganza y tomar por la fuerza lo que siempre se les había negado. Especialmente entonces, cuando comenzaba a ser sometida por un salvaje ajuste neoliberal. Incluso, fue por el impacto de aquellos saqueos que un grupo de jóvenes e idealistas militares decide tomar sus armas para rebelarse contra el poder. Naturalmente, es un discurso al que se le pueden hacer numerosas puntualizaciones: durante la mayor parte de esos cuarenta años los indicadores sociales no hicieron sino mejorar y las masas lo retribuyeron votando sistemática, copiosamente, por los partidos del sistema; los militares idealistas ya venían conspirando desde muy atrás y solo esperaban una oportunidad; para el momento de los saqueos el paquete “neoliberal” apenas se había anunciado… pero en las políticas de la memoria no siempre se impone el objetivo de alcanzar la verdad.
Lo que impone es el moldeado de las conciencias de la sociedad.
En todo caso, el punto es que con el 27 de febrero volvemos a encontrarnos con la misma encrucijada del “legado”: la evaluación que se tenga del hecho impacta en lo que se opine de la revolución bolivariana, autoproclamada como una de las hijas del sacudón. No obstante, hay un aspecto en estas conmemoraciones de la muerte de Hugo Chávez y de las centenares (acaso millares) muertes del Caracazo que llama la atención y que, de alguna manera, ayuda a delimitar los alcances de cualquier política de la memoria: en ambos casos los actos pasaron más o menos inadvertidos, o acaso en un segundo plano, frente a las grandes turbulencias que estamos viviendo el día de hoy. A un año de su deceso, el “legado” del Comandante Eterno se enfrenta a disturbios, a largas colas para conseguir alimentos y en muchos sitios a un verdadero estado de conmoción. A veinticinco años del 27-F la sociedad vuelve a sacudirse. La revolución que se declara hija del Caracazo y se había propuesto evitar que algo parecido volviera a suceder, ahora ve cómo su legado se parece bastante a aquello que quiso destruir. Tal vez por eso los actos conmemorativos dieron tan poco de qué hablar: porque las turbulencias de hoy impiden pensar en las de ayer. Porque la memoria, por mucho que intente ser manipulada por la política, también atiende a la realidad. “El legado”, “los cuarenta años”, el “27-F como inicio de la revolución” deben verificarse más allá de las palabras con evidencias que todos podamos ver.
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