SOBRE DIÁLOGOS, NEGOCIACIONES DE PAZ Y TRANSICIONES A LA DEMOCRACIA
TULIO HERNANDEZ
I. La manifestación que veo arruga el alma. Son unos treinta hombres jóvenes, en su mayoría morenos de aspecto indígena. Todos en sillas de ruedas. Reunidos en círculo, corean consignas. Todos mutilados. A unos les falta un brazo. A otros una pierna. A varios, las dos. Al de la izquierda, la pierna y el ojo de un mismo costado. Las consignas que corean exigen o —digamos mejor— imploran el fin de la guerra entre sandinistas y contras que desangra a Nicaragua.
Estamos en 1988. La escena ocurre en las afueras del Hotel Camino Real, en Managua, donde dialogan representantes de ambos bandos. Por primera vez se reúnen en territorio nicaragüense intentando poner fin al conflicto bélico que ya ha dejado 28 mil muertos en un país cuya población no llega a cuatro millones. Detrás están, de un lado, Fidel Castro y la URSS. Del otro, Ronald Reagan y el Pentágono.
Me acerco a preguntar. Me explican: son víctimas del conflicto sin distinción alguna. Están juntos soldados que lucharon en el frente sandinista con otros del lado contra. En este orden: un sandinista, un contra; un sandinista, un contra. Algunos, los que aún las tienen, se toman de las manos. Las levantan juntas en señal de unidad. Que termine la guerra es lo que piden ambos. Que ellos son los que ponen la sangre. No los jefes que adentro negocian protegidos por el aire acondicionado.
II. Así ha sido siempre. Al final, después de las matanzas y los abusos de poder en las guerras fratricidas, cuando ninguno de los bandos triunfa, no queda otra que sentarse a negociar. Incluso cuando un bando logra aplastar al otro, como los franquistas a los republicanos en España. Una vez que murió Franco todos los actores políticos, incluyendo el Partido Comunista y los propios franquistas, tuvieron que sentarse a pactar una razonable transición a la democracia.
También al fin de algunas dictaduras, tragando amargo, los demócratas tienen que aceptar negociaciones con una casta militar que exige mantener una buena cuota de poder. Aunque no siempre las negociaciones triunfan. Países como Colombia han visto a varios de sus gobiernos intentar negociar el desarme con la guerrilla, pero, aunque Santos parecía haberlo resuelto, todo indica que el conflicto sigue encendido y los guerrilleros divirtiéndose.
Claro, hay finales de dictaduras que no ocurren por negociaciones. Ya cansados de esperar, a los treinta años de la de Trujillo, un comando armado esperó a ‘Chapita’ en una autopista, lo cosió a balazos y terminó la pesadilla. La salida de Pérez Jiménez tampoco fue ‘conversada’, ocurrió luego de un levantamiento militar y una insurrección popular de civiles que hizo huir al felón por los cielos de Caracas. Tampoco lo fue la caída de Fujimori. El pionero de las tiranías del siglo XXI: aquellas que se construyen no por golpes de Estado sino vía elecciones.
Pero no todas las historias son felices, ni las transiciones exitosas. Recordemos, para no hacernos ilusiones, que muchos regímenes autoritarios siguen por décadas en el poder sin que diálogo ni levantamiento alguno los haga pestañear.
La dinastía de los Kim arribará pronto a los setenta y cuatro gobernando demencialmente en Corea del Norte. El comunismo cubano ya cumple sesenta y dos manejando a la isla como si fuese una prisión. Mugabe estuvo al frente de Zimbabue, por treinta años. Hasta el 2017.
Más cerca de nuestros tiempos tenemos a Putin, acumulando en dos períodos dieciocho años manejando la Federación Rusa. El mismo tiempo que lleva al mando en Turquía, pero de manera continua, la dictadura de Erdogan. Ortega, los supera. Arribará el próximo año a los veinte años secuestrando a Nicaragua. Son, sin embargo, dos menos que el chavismo que ya pasó las dos décadas y dos años sin alternancia en el poder.
III. Pero, a diferencia de su socio Daniel Ortega, que no volvió a sentarse con la oposición, Maduro y su equipo han retornado al diálogo. Lo hacen en territorio aliado y seguro para ellos: el México también pro cubano de Morena y AMLO.
Van a una conversación donde tienen la sartén por el mango. Y para recordarnos a todos que no andan solos por el mundo, llevan de espalderos a Rusia y Argentina. La oposición, un barco que navega con las velas descosidas, el timón roto y los capitanes en prisión o desterrados, también lleva quien le cuide las espaldas. Los Estados Unidos y unos cincuenta países, todos democráticos, que reconocen a Guaidó como presidente interino.
A diferencia del gobierno de facto, protegido por las armas de las FAN y la guerrilla colombiana, la resistencia democrática no tiene muchos más poderes que exhibir. Salvo los potenciales. Como la certidumbre, ratificada en los más serios estudios de opinión, de que la mayoría absoluta de la población repudia el régimen militarista.
Entonces, intentar responder a la pregunta “¿Qué va a salir como resultado de este nuevo intento de diálogo?” sería un acto irresponsable. A menos que se hayan cocinado unos acuerdos en blindado secreto, nadie puede decir a priori que todo está perdido para la resistencia democrática o que el diálogo va a traer de manera inexorable elecciones libres para que sean los ciudadanos quienes decidan el futuro de la nación.
En la partida todos ganan. El gobierno, porque, sin duda, mejora su imagen internacional prestándose al diálogo. La oposición más sensata, igual. Porque para ella es un deber, pero también una oportunidad, aceptar el diálogo que es una de sus propuestas políticas fundamentales.
La dirigencia opositora, además, tiene mucho menos que perder. Ya lo perdió casi todo: la legalidad de sus partidos, la libertad de sus líderes, el derecho a hacer política libremente en su país, más la reducción de la confianza de las propias bases de ciudadanos demócratas que esperan resultados y no los ven.
El esfuerzo mayor del gobierno estará centrado en postergar el tiempo que se pueda la discusión de una agenda electoral. El plan de Maduro es terminar en 2024 el período de gobierno para el que espuriamente fue electo. Mientras tanto irán haciendo correcciones para volver a ganar adeptos. Esa será la tranca fundamental. Porque si la oposición no logra un acuerdo con fechas para la realización de elecciones presidenciales libres, las mayorías sentirán que se perdió el tiempo.
Ese el riesgo. Después de seis intentos de diálogo, el fracaso mayor para ambos —gobierno y liderazgo opositor— es volver a salir sin resultado alguno. Para la dirigencia opositora porque perdería aún más credibilidad de la ciudadanía y le daría la razón al liderazgo radical que condenaba el diálogo. Y, para el gobierno, porque abre las puertas, de alguna manera legitima, a cualquier estrategia a futuro que se parezca más a la de quienes en otros países se cansaron de esperar y emprendieron la transición por vías diferentes a la pacifica y negociada.
Coda
Allá afuera, frente al Museo de Antropología de Ciudad de México, podría haber treinta o mas venezolanos en sillas de ruedas. Mutilados unos, desterrados, empobrecidos, enfermos, desnutridos, deprimidos o torturados, otros. Y, unos cuantos espectros, los de los asesinados por el Sebin, exigiendo —implorando, deberíamos decir— que termine esta guerra asimétrica y unilateral. El corazón se arruga. Por ahora, la opacidad es el futuro