El pantano de los rumores
Elías Pino Iturrieta
El Universal, 30 de Enero de 2010
Según el diccionario, el rumor es "unas voz que corre entre el público", pero también "un ruido vago, sordo y continuado". Para referirse al mal que los rumores pueden causar quizá acomode el segundo de los entendimientos del vocablo, eso pretende el artículo de hoy. Sin dejar de considerar de antemano cómo han influido a través de la historia, hasta el punto de colaborar en la hechura de fenómenos fundamentales como la Revolución Francesa; ni de saber cómo se hace difícil o más bien imposible evitar su circulación, ni de considerar cómo el camino se les ha ampliado gracias a los adelantos de la tecnología, cuando los rumores se convierten en uno de los vehículos esenciales para la interpretación de la realidad, como sucede últimamente entre nosotros, no son sino factores cuyo resultado es una confusión debido a la cual se paralizan los elementos de quienes se espera reacciones en el seno de la sociedad.
La situación actual de Venezuela es el abono más fértil para la multiplicación de los rumores. En la medida en que no sólo aumenta el desencanto frente a la acción del Gobierno, sino también el crecimiento de las ganas de buscar una salida a una situación que cada vez se hace más intolerable, se aclimata la sensación de que en todos los rincones proliferan las manifestaciones de malestar, aún en los cenáculos encumbrados del oficialismo, y de que la gente anda de su cuenta pasándole facturas al chavismo en una sucesión de episodios capaces de anunciar el advenimiento de un régimen distinto. De allí la fragua de cualquier tipo de fantasías a través de las cuales se presume la escritura del prólogo de las maravillas, del prefacio de la edad dorada que el pueblo se merece y un Gobierno desastroso niega. Pero qué tipo de ruidos vagos, sordos y mudos: pretenden encontrar cobijo en Fuerte Tiuna, o en los escaños de la Asamblea Nacional y en los mismos rincones del PSUV, especie de fronda que se llevará con su vigor a un mandón que no puede detener el derrumbe de un castillo de barro. Pero qué tipo de ruidos, sordos y mudos: no sólo disparan sus dardos inocuos contra el Gobierno, sino que también se vuelven veneno contra los partidos de la oposición a quienes se responsabiliza de cualquier tipo de irresponsabilidad, de complicidad o indiferencia. Pero qué tipo de ruidos, sordos y mudos: ponen en movimiento a una multitud de usuarios a quienes les pega la fiebre de repetirlos, como si de la difusión dependiera que se volvieran hecho concreto y movimiento masivo.
Mas no es así, para desdicha de sus divulgadores. Tal vez produzcan expectativas, pero nada más. Quizá generen entusiasmos, pero transitorios. Se vuelven viento seco de tanta repetición, sin poder estacionarse en el suelo para que se pueda demostrar, por lo menos, el testimonio de una existencia frágil. Apenas remueven pajas inútiles cuyo destino es el tarro de la basura. Se gastan ante el mínimo contraste. El aire no les da para animar los pulmones de la gente por mucho tiempo. ¿Por qué? Muy sencillo: porque son artificiales, pese a las ganas que se tienen de que sean cosa tangible y perdurable. Las cosas tangibles y perdurables no son producto del correveidile de quienes no sirven para hacer otra cosa, de quienes carecen del carácter necesario para comprometerse o para pensar con la debida seriedad el futuro. Más que frivolidad, los rumores son irresponsabilidad, pero especialmente consecuencias de interpretaciones superficiales de unos sucesos que nadie puede ocultar, pero que son recubiertos por la cortina espesa de las habladurías.
Los problemas están a la vista, se sufren a diario y hay que enfrentarlos sin compasión: la inseguridad, que diezma cada día a la población ante la indiferencia del régimen; la corrupción desenfrenada, cuyo testimonio más reciente se encuentra en el apogeo y la decadencia de los banqueros "bolivarianos"; la dependencia de las órdenes y de los intereses del castrocomunismo, tan evidente como la luz del sol; la violación sucesiva del derecho de propiedad, reproducida en miles de casos grandes y pequeños; la burla de la justicia, que ya va para once años, y la ineptitud olímpica del Gobierno en la atención de los servicios de electricidad, por ejemplo. Si hay tanta urgencia, tanta perversidad y tanta negligencia, ¿cómo es posible que buena parte de la opinión pública prefiera refocilarse en una ciénaga de minucias inconducentes? Será por lo apuntado antes, esto es, por aferrarse apenas a un mínimo esfuerzo, por esperar de otros la obra que los promotores y los receptores de futilidades no se sienten capaces de realizar. O también por el macabro deseo de procurar la permanencia del mandón. Porque los rumores que sirven para cubrir o disimular las evidencias de la tragedia que él encabeza, sólo terminan por otorgarle pasaporte para que continúe en la vanguardia de la destrucción. Así de simple, señores rumorosos.
Según el diccionario, el rumor es "unas voz que corre entre el público", pero también "un ruido vago, sordo y continuado". Para referirse al mal que los rumores pueden causar quizá acomode el segundo de los entendimientos del vocablo, eso pretende el artículo de hoy. Sin dejar de considerar de antemano cómo han influido a través de la historia, hasta el punto de colaborar en la hechura de fenómenos fundamentales como la Revolución Francesa; ni de saber cómo se hace difícil o más bien imposible evitar su circulación, ni de considerar cómo el camino se les ha ampliado gracias a los adelantos de la tecnología, cuando los rumores se convierten en uno de los vehículos esenciales para la interpretación de la realidad, como sucede últimamente entre nosotros, no son sino factores cuyo resultado es una confusión debido a la cual se paralizan los elementos de quienes se espera reacciones en el seno de la sociedad.
La situación actual de Venezuela es el abono más fértil para la multiplicación de los rumores. En la medida en que no sólo aumenta el desencanto frente a la acción del Gobierno, sino también el crecimiento de las ganas de buscar una salida a una situación que cada vez se hace más intolerable, se aclimata la sensación de que en todos los rincones proliferan las manifestaciones de malestar, aún en los cenáculos encumbrados del oficialismo, y de que la gente anda de su cuenta pasándole facturas al chavismo en una sucesión de episodios capaces de anunciar el advenimiento de un régimen distinto. De allí la fragua de cualquier tipo de fantasías a través de las cuales se presume la escritura del prólogo de las maravillas, del prefacio de la edad dorada que el pueblo se merece y un Gobierno desastroso niega. Pero qué tipo de ruidos vagos, sordos y mudos: pretenden encontrar cobijo en Fuerte Tiuna, o en los escaños de la Asamblea Nacional y en los mismos rincones del PSUV, especie de fronda que se llevará con su vigor a un mandón que no puede detener el derrumbe de un castillo de barro. Pero qué tipo de ruidos, sordos y mudos: no sólo disparan sus dardos inocuos contra el Gobierno, sino que también se vuelven veneno contra los partidos de la oposición a quienes se responsabiliza de cualquier tipo de irresponsabilidad, de complicidad o indiferencia. Pero qué tipo de ruidos, sordos y mudos: ponen en movimiento a una multitud de usuarios a quienes les pega la fiebre de repetirlos, como si de la difusión dependiera que se volvieran hecho concreto y movimiento masivo.
Mas no es así, para desdicha de sus divulgadores. Tal vez produzcan expectativas, pero nada más. Quizá generen entusiasmos, pero transitorios. Se vuelven viento seco de tanta repetición, sin poder estacionarse en el suelo para que se pueda demostrar, por lo menos, el testimonio de una existencia frágil. Apenas remueven pajas inútiles cuyo destino es el tarro de la basura. Se gastan ante el mínimo contraste. El aire no les da para animar los pulmones de la gente por mucho tiempo. ¿Por qué? Muy sencillo: porque son artificiales, pese a las ganas que se tienen de que sean cosa tangible y perdurable. Las cosas tangibles y perdurables no son producto del correveidile de quienes no sirven para hacer otra cosa, de quienes carecen del carácter necesario para comprometerse o para pensar con la debida seriedad el futuro. Más que frivolidad, los rumores son irresponsabilidad, pero especialmente consecuencias de interpretaciones superficiales de unos sucesos que nadie puede ocultar, pero que son recubiertos por la cortina espesa de las habladurías.
Los problemas están a la vista, se sufren a diario y hay que enfrentarlos sin compasión: la inseguridad, que diezma cada día a la población ante la indiferencia del régimen; la corrupción desenfrenada, cuyo testimonio más reciente se encuentra en el apogeo y la decadencia de los banqueros "bolivarianos"; la dependencia de las órdenes y de los intereses del castrocomunismo, tan evidente como la luz del sol; la violación sucesiva del derecho de propiedad, reproducida en miles de casos grandes y pequeños; la burla de la justicia, que ya va para once años, y la ineptitud olímpica del Gobierno en la atención de los servicios de electricidad, por ejemplo. Si hay tanta urgencia, tanta perversidad y tanta negligencia, ¿cómo es posible que buena parte de la opinión pública prefiera refocilarse en una ciénaga de minucias inconducentes? Será por lo apuntado antes, esto es, por aferrarse apenas a un mínimo esfuerzo, por esperar de otros la obra que los promotores y los receptores de futilidades no se sienten capaces de realizar. O también por el macabro deseo de procurar la permanencia del mandón. Porque los rumores que sirven para cubrir o disimular las evidencias de la tragedia que él encabeza, sólo terminan por otorgarle pasaporte para que continúe en la vanguardia de la destrucción. Así de simple, señores rumorosos.
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