ERA UNA SOMBRA VERDE
El tiempo político de Chávez se agotó. Terminó inexorablemente. El reloj de la realidad columpia sus agujas y lo arrincona contra el horario de su fracaso. Intenta remediarlo en el escenario público con fuegos artificiales. Cierra canales de televisión, patalea, encadena, refunfuña, expropia, pontifica e insulta atrapado en su jaula. Tal si anunciara su destino, rodeado de ineficaces corruptos ambiciosos, a los que siente en el fondo como socios inevitables, suelta en su cháchara del 23 de enero último, en la famélica Plaza O’Leary del Silencio, que la historia de Venezuela se reduce a tres verdades: “batallas, victorias y traiciones”. Pareciera estar hablando de sí mismo.
En su ofuscamiento culpabiliza a todos pues siente que el goce del vínculo entre el líder y el pueblo dijo adiós con un pañuelito rojo desde la proa del barco ebrio de donde se ve a sí mismo perfumado en salitre. Añora su poder de convencimiento al sentir el desgaste del óxido. Euforia, caciques y miedo, que ayer le procuraban seguridad hoy son más bien telarañas deshabitadas. Por eso abre fuego bucal, suda, boquea, gesticula de más tratando de reencontrar en el desenfreno, su paraíso perdido, la sumisión y el control absoluto de todo lo que lo rodea. Pero ya es tarde. Adiós. Mira de reojo el barranco que lo espera, el descrédito que incuba, el malestar que aumenta en la pobreza, la encuesta del alma colectiva que no tiene estadística. De ello le hablan e inventa un estornudo o consigue una alergia para cambiar ese punto de cuenta que lo atormenta. Como un animal herido, otea, olfatea, disimula, embiste, adivina desde lo elemental y culpa a diestra y siniestra de su destino, patatín patatán, tanto y tan seguido que ya enchumba. Y dice que todas las fuerzas del mal conspiran para destronarlo. “Yo no soy yo, yo soy el pueblo” desenvaina fanfarrón ese mismo día 23 remedando a Gaitán. Ve o inventa a Don Miedo por todas partes y añora aquella hembra cautivada y sumisa de antier, Misia Popularidad, que hoy le despide el desayuno rapidito y lo despacha con la ilusión de que no vuelva para entonces así ella poder buscarse un nuevo candidato. En su película todos somos sus enemigos. Ya no confía ni en su sombra verde a la que espía con periscopio traído de la guerra fría como si de un lugar se tratara. Pero dicho está. Su tiempo para el daño terminó. Podrá herir, matar, mentir, coger oxígeno, regalar y comprar, pero ya no hay estima ni respeto. Fraude, bolsillo y desilusión es lo que queda. Podrá darse un autogolpe, cambiar de gabinete, provocar una crisis, pero los inventos que lo pusieron allí ya no existen. Ya no hay ni sintonía ni fidelidad. Se acabó. A sus adversarios políticos nos queda seguir peleando democráticamente en condiciones de fraude electoral. El aprendizaje democrático a veces pasa por circunstancias inusuales. Y estas que vivimos deben convertirse, aspiro, en profunda sabiduría política.
Leandro Area
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