LA VOZ DE LA HISTORIA
Sergio Sinay
La Nación,15 de enero 2010
He leído en estos días un libro impresionante. Su autor (por el momento lo nombraré como W.S.), un periodista, escritor e historiador de raza, cuenta con compromiso, con coraje y con una prosa potente el proceso del que es testigo privilegiado, y en muchos momentos protagonista, en un país a cuya tragedia y descomposición asiste día a día. Su relato empieza en el momento en que un hombre, amparado en la manipulación de mecanismos institucionales, asume el poder total, más allá de sus cargos formales. Ese hombre está rodeado de serviles y fanáticos (que huelen la posibilidad de pellizcar migas de poder). Dice de ellos W.S., al observarlos en un acto partidario, que mientras miran a su jefe "su rostro se transforma en algo positivamente inhumano". A medida que la ambición de ese hombre y sus seguidores cercanos crece, hay un progresivo avasallamiento de los mecanismos institucionales y el testigo advierte: "Cada mentira que se pronuncia es aceptada como una gran verdad".
Mientras es obvio que el detentador del poder no piensa detenerse ante nada, y empieza a desconocer y desvirtuar acuerdos y pactos tanto nacionales como internacionales, siempre con el argumento de que con esos pactos se pretende atentar contra su pueblo y contra él, aquellos que están en condiciones de actuar para detenerlo no lo hacen. Esa inmovilidad obedece, según la certera y apasionada crónica, a cálculos siempre erróneos por parte de políticos y analistas. Dicen que el proceso durará unos pocos meses porque es inviable y desmesurado. En la medida en que esto no ocurre, lejos de reconocer el error y enmendarlo, empiezan a ver de qué manera se pueden aprovechar el poder de este hombre y sus fuerzas para negociar con él y obtener mezquinamente algo a cambio. En cada negociación en la que se proponen lograr un beneficio son burlados por quien, en definitiva, no acepta reglas, traiciona los acuerdos y ve siempre conspiradores en sus interlocutores. Más adelante tratarán de no ofuscarlo por temor a sus reacciones. "Es absurdo, escribe W.S., buscan apaciguar al hombre que es responsable de sus problemas." Luego de seguirlo de cerca y cubrir día a día su agenda siempre desbordada e imprevisible, el cronista describe a ese hombre de esta manera: "Todas sus palabras, su tono, destilan veneno". O de ésta: "No puede perdonar ni después de muerto a un hombre que le ha llevado la contraria". De hecho, cuando algunos de sus fieles se asustan de los métodos que él propone, manda a que se disponga de ellos sin piedad. El hombre del que habla el autor ve en la ley un obstáculo y avanza por sobre ella a cada paso. Es inútil, para quienes se le oponen, apelar a argumentos lógicos y racionales. "Las palabras ya no tienen sentido para este hombre y para quienes lo siguen", escribe W.S. Y ofrece este perfil de él: "No tolera interferencias de nadie, rara vez solicita consejo y casi nunca sigue las sugerencias de sus atemorizados lugartenientes. Los hombres que lo siguen son todos leales, le temen todos y no se cuentan entre sus amigos. No tiene amigos".
Aun a pesar del peligro trágico al que arrastra a todo un país y mucho más, hay quienes no reaccionan y aspiran aún a algún beneficio. El autor narra una reunión en la que el hombre, ofuscado con algunas actitudes "de los grandes magnates que hicieron posible su llegada al poder", los llama a una reunión "para reprocharles su negligencia". Cuenta: "Se sentaron allí con las caras como un tomate y sin atreverse a decir ni pío". En otra oportunidad, tras asistir a uno de sus inflamados discursos, reflexiona: "Su voz sonaba llena de odio. ¿Será que no conoce otra emoción?". Entre los pensamientos que el cronista deja por escrito en torno de lo que ve, se lee el siguiente: "(Este hombre) está sembrando algo que un día lo destruirá no sólo a él, sino a su nación".
Esa nación, sin embargo, no siempre parece consciente de la dimensión de lo que ocurre. W.S. describe restaurantes, cafeterías y cervecerías repletas. Teatros de variedades llenos a rabiar. En un solo día, cuenta, se juegan en el país doscientos partidos oficiales de fútbol. La gente quiere tenerlo todo, "paz y vida confortable, pero no están dispuestos a tomar las duras decisiones capaces de asegurar, a la larga, esa forma de vida". Mientras tanto el proceso continúa, el hombre actúa "como si tuviera el mundo a sus pies" y algunos de sus colaboradores más cercanos "sienten cierta aprensión por el futuro bajo un hombre violento y fanático". Cuanto más avanza en sus planes, más le molestan los testimonios, y entonces aflora, bajo la forma de discursos iracundos, de presiones, censuras y amenazas, lo que el testigo describe como "odio hacia quienes insisten en mantener periodistas de una independencia indomable". En el frenesí de su plan inventa enemigos que no lo son para poder atacarlos y someterlos. "Es capaz de decir una mentira con cara de absoluta sinceridad -apunta W.S.-. Es probable que algunas de esas mentiras no lo sean para él porque cree fanáticamente en lo que está diciendo. Uno se pregunta qué tendrá en la cabeza cuando suelta una mentira así".
El hombre tiene su fuerza en el parlamento, y a esos legisladores el testimonio los llama "autómatas sin voluntad propia, que ocupan un asiento en la platea en calidad de diputados". A través de estos personajes y de otras instancias del partido gobernante, "se sigue exprimiendo al pueblo" (palabras del testigo), pero, de acuerdo con el relato, "la mayor parte del dinero va para la financiación del partido".
El libro se cierra cuando su autor abandona aquel país y aún ignora cuál será el final de la historia que, hasta allí, ha documentado de manera extraordinaria. Siente en el corazón el peso de una agonía, sus ojos sólo perciben la penumbra de una infinita desesperanza. Su equipaje es puro dolor. El libro se titula Diario de Berlín. Es el diario personal del estadounidense William Shirer (1904-1993), uno de los grandes periodistas del siglo veinte, valiente en sus textos y en sus actos, quien estuvo destinado en la capital alemana desde 1933 a 1941. El lector sabe a quién se refiere Shirer en los párrafos citados. En tiempo real, paso a paso, y acaso sin proponérselo (puesto que no era psicólogo), describe un carácter autoritario, su incubación y sus consecuencias. Leído en la distancia, sigue siendo un texto asombrosamente vivo para quienes creen en el poder inmunológico de la democracia.
© LA NACION
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