Una vaca dedicada a la observación estadística durante mil doscientos diez días, comprobó que los humanos estaban a su alrededor para alimentarla, quererla y cuidarla. Sus diagnósticos y pronósticos se basaban en la observación, el método cuantitativo, y concluían con datos obvios, irrefutables... hasta que un día la degollaron y se la comieron. Al contrario, el gobernador de un microscópico estado se lanza a la Presidencia ya que los grandes "barones" del partido renunciaban, "seguros" de la "obvia" reelección de Bush padre (con 80% en las encuestas) después de la Guerra del Golfo. Es Bill Clinton, el mejor -y más divertido- presidente que tuvo su país en el siglo pasado. Alan García hace cinco años estaba "quemado", "no pasa(ba) del 8%", tenía "fama de ladrón" y el país quería "un político nuevo"; y Felipe Calderón arrancó su candidatura con diez puntos cuando casi todos daban sobrado al hominoide López Obrador.
Con la "participación de la sociedad civil", la política pasó a líderes de tiempo convencional y nos poseyó el mismo espíritu maligno que explica el fatal desenlace de nuestra vaca. La monotonía de los sucesos predecibles nos permite obtener "verdades" ("tenemos una democracia consolidada", "en EEUU las viviendas siempre se revalorizarán", "Fujimori no sale por elecciones") que se desarman mucho más rápido de lo que se armaron y los pronosticadores quedan con una mano delante y otra atrás ("¿Y Ud. creía que el CNE iba a reconocer el triunfo de la oposición?") La obviedad y la estupidez son dos parásitas del mismo organismo.
El Cisne Negro es "Nina", una inquietante Natalie Portman y también un pajarraco australiano de discutible estética. Pero en este caso aludimos la teoría que estudia la gran probabilidad de eventos impredecibles, y su alto impacto, expuesta hace poco por Nassim Taleb un distendido pensador de origen libanés, autor de El cisne negro (Nueva York: Randon House, 2007). Pese a sus lunares debía ser libro de cabecera para quienes quieren ser jefes políticos, especialmente analistas y encuestadores.
Nadie puede prever los acontecimientos que desencadenan los grandes procesos históricos. Las crecientes manifestaciones a la vera del muro de Berlín en 1989 después de veinticinco años de quietud, el fin del comunismo, la invención de Internet, el 11 de septiembre de 2001, la Guerra de Irak y Afganistán, la crisis financiera, la actual revolución árabe y el terremoto de Japón de 2011, que cambian la humanidad, fueron imprevistos.
Antes de Gorvachov el consenso intelectual consistía en que el comunismo era inderogable, y el mundo iba en la dirección que Marx había trazado. Eran "obvios", "medibles" su ascenso en todos los continentes, y la debilidad de los gringos de Carter y la estanflación. Paul Kennedy hizo un tratado de seiscientas páginas,Auge y caída de las grandes potencias, para explicarnos como EEUU quedaba para los zopilotes, derrotada en la competencia política y militar por la URSS y en la económica por Japón.
Al llegar las sorprendentes, imprevistas, Perestoika y Glasnot, el pensamiento global se dividió en dos tendencias. Para unos Gorvachov era un malévolo salvador del comunismo que "engañaba a Occidente", -y caricaturizaban su lunar en la cabeza como una mancha satánica- y otros lo creían un intrascendente que echarían sin pena ni gloria. Ambos ambos estaban seguros de que "eso era obvio". Y a despecho de casi todos los pronósticos de la época, las nuevas generaciones ni siquiera tienen claro que era eso de la Unión Soviética, a menos que alguna vez en TCM hayan visto a Omar Shariff en El Doctor Zhivago.
Todas las huelgas generales que en el mundo han sido fracasaron, en especial las que sacrifican la ciudadanía en diciembre frente a un gobierno con reservas de veinte mil millones de dólares para gastar. Varios irresponsables que la instigaron, calculaban que para el 17 de diciembre 2002 habría nuevo gobierno. Al final atornillaron al existente y destrozaron la vida de veintitrés mil familias. Son los que entornan los ojos y dicen "estos colaboracionistas en su desvergüenza buscan un diálogo con quien sólo nos quiere engañar". Es la filosofía política del taxi. Cuentan que Churchill salía apresurado del 10 de Downing Street para un gabinete de guerra y al no conseguir su conductor, paró un taxista que en veinte minutos de trayecto le explicó en detalle lo que debía hacer para acabar con Hitler. "Los taxistas son, en el fondo, estadistas que se ganan la vida detrás del volante", comentó después.
sábado, 19 de marzo de 2011
Cisne negro
CARLOS RAÚL HERNÁNDEZ | EL UNIVERSAL
sábado 19 de marzo de 2011
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