ELIAS PINO ITURRIETA
Si me preguntan sobre los motivos que pueda tener para protestar en la Venezuela de nuestros días, me pondrían en un aprieto. Viviría entre cavilaciones. Pero el rompecabezas no sería provocado por la carencia de razones para levantar la voz, sino por su abrumadora abundancia. Por ejemplo, podría pintar unos cartelones para lamentar que los hijos se hayan marchado para el extranjero porque aquí no encontraron el trabajo que deseaban y merecían. O porque me asaltaron en la avenida Libertador a las 2:00 de la tarde, hace meses, para llevarse trescientos bolos y para dejarme un susto que no se me quita cuando siento a la gente caminando a mis espaldas por las aceras. O por la cara tensa de Rosalba cuando regresa del mercado diciendo que esto no se había visto jamás y que también quiere que hagamos maletas, como si tuviera yo la edad de mis muchachos para emprender una aventura de incertidumbres. O por dos espejos del carro que me partieron los motorizados en la autopista, mientras el policía hablaba por teléfono observando cómo yo le reclamaba al aire. O por el precio de las medicinas requeridas por los achaques, si se encuentran en la botica. O por la consulta que pagué en la clínica, ante cuyo monto imaginé que salía más barata en Nueva York.
Motivos personales, quejas de clase media, se pudiera afirmar, pero no tanto como para pensar que refieren el predicamento de un individuo o de un segmento de la sociedad perseguidos por la mala suerte. Se sabe que es una experiencia generalizada. ¿Por qué? Infalible encuesta: en cualquier lugar, rico o pobre, la gente cuenta historias parecidas o mucho peores con nombres de personas conocidas y cercanas que han sido secuestradas y asesinadas, con direcciones y paisajes del vecindario, como para que los tontos y los desvalidos y los menesterosos y los temerosos no nos sintamos solos y nos consolemos en cálida compañía. O en cualquier lugar se leen los periódicos, obligados a imprimir cuerpos gordos de páginas rojas y de crónicas de carestías, si no les faltara el papel que les niega el gobierno. Así lo personal se vuelve colectivo a la fuerza, la peripecia individual se convierte a juro en calvario panorámico, para transformarse en ingredientes de una sensibilidad dispuesta a la combustión. Porque a nadie en tales trances se le puede ocurrir la formación de un club para el relato de sus penalidades, sino para tramar salidas que no serían adecuadas si las mueve la desesperación. En especial cuando Nicolás Maduro asegura que el responsable de las desventuras de cada cual hechas vivencia masiva se encuentra en la oficina oval de la Casa Blanca, o en los escondrijos de la burguesía parasitaria, o en los escritorios de los libretistas de telenovelas. Si la precariedad y la inseguridad vienen adornadas con burlas y necedades, solo es cuestión de rayar un fósforo.
Y llegamos así al fondo del asunto. Los fósforos encendidos dependerían del infinito número de agravios que el gobierno no ha atendido y de los cuales es el primer responsable. También dependerían, claro está, de la desesperación provocada por la incuria de quienes no hacen el trabajo por el que se les paga. No es un asunto de discernimiento sencillo. Es cuento enrevesado, con principio diverso y meta incierta. Es una situación que depende del azar porque no parece sensato, ni posible, que nos pongamos a priorizar, entre tantas, el tipo de calamidades dignas de reproche para ver cuál debe conducirnos a la correspondiente manifestación, ni a hacer horarios para las candelas después de esa insólita clasificación previa, para encender, por fin, la mecha que incendie una parcela de la pradera seca. Claro, queda el desenlace de protestar por todo a toda hora, de echarse a la calle para ver cómo nos va en el tumulto que se nos ocurra, o para el cual se nos ha invitado, supuesto remedio que agregaría a los problemas uno nuevo: la confusión generalizada. A menos que el azar y solo el azar indique lo contrario. De allí que esté hoy el escribidor, sin saber cómo salir de su aprieto, en posición de indignada alerta y a punto de darle una patada a la mesa por media docena de cosas que lo perjudican como a sus semejantes, pero desconfiando de las algaradas teledirigidas.
epinoiturrieta@el-nacional.com
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