EL PRECIO DE LA FICCIÓN
Alberto Barrera Tyszka
El domingo pasado, en el programa de José Vicente Rangel, el ministro Rafael Ramírez ofreció una confesión extraordinaria que, sin embargo, no tuvo demasiadas consecuencias. Fue un striptease de lujo. Daba para el escándalo y la indignación en todos los bandos, para la reunificación del país con una caída múltiple de todas las quijadas. Ante el inevitable tema de Cadivi, el superfuncionario explicó la tragedia nacional de esta manera: “Lo que estaba sucediendo antes es que veíamos cuántas divisas teníamos pero su utilización estaba sin una planificación, no quiero decir ni siquiera adecuada sino que no existía planificación”. De inmediato, con gran espíritu periodístico y ninguna complacencia, Rangel ripostó: “En este momento, ¿ya hay divisas suficientes?”. Y toda la audiencia, aun con las mandíbulas en el suelo, se preguntó qué tienen que ver las nalgas con las pestañas.
Pero ni siquiera de esa manera el periodista pudo salvarlo. Ya el daño estaba escrito. El vicepresidente del Área Económica del país nos dijo que el gobierno lleva más de diez años repartiendo miles de millones de dólares sin ningún diseño, sin proyecto y, por tanto, sin ningún tipo de control. Es probablemente la confidencia más impúdica que ha hecho el oficialismo en los últimos tiempos. Porque no solo reconoció la responsabilidad criminal del gobierno en el manejo de los dineros públicos, sino que además lanzó un dardo sobre la fantasía revolucionaria. Le abrió un agujero a lo que tal vez sea el programa oficial más eficiente y exitoso: la propaganda.
Con dos frases, Ramírez espichó la guerra económica. Olvídense del imperio y de la burguesía, camaradas. Eso de la agresión salvaje del salvaje capitalismo es puro cuento. No planificamos nada. Malbaratamos esos reales, compadre, ¿qué vamos a hacer? Hay que mirar pa’lante y seguir. Eso es todo. Más o menos, en el idioma de a pie, eso nos dijo el responsable de la economía del país. Y no pasó nada. Solo fue una revelación involuntaria en un programa sin rating. Ese es el destino de la verdad en estos días: ser un pequeño accidente. Un exabrupto.
¿Cuál es el precio de la ficción? ¿Cómo se financia el nuevo orden simbólico que, poco a poco, nos van imponiendo? ¿Cuánto cuesta crear, producir y distribuir una narrativa que desarrolle en la sociedad un nuevo sentido, que les venda, por ejemplo, la idea de una guerra económica a todos los venezolanos? ¿En qué presupuesto caben los estudios, los asesores, los especialistas, los discursos, las noticias, los espacios televisivos, las horas que los altos funcionarios pasan en la TV y no en sus oficinas, las miles de campañas, las miles de cadenas, las marchas y contramarchas, las canciones, las gorras…? ¿Cómo se administra la mentira en el país?
Se trata de un procedimiento rápido y eficaz. Del asesinato de Mónica Spear, en un tris saltamos a la imagen del presidente denunciando que la oposición distribuye droga en los barrios para sabotear el plan de paz del gobierno. Y dice que tiene pruebas, que muy pronto las dará. Frente a cada problema, siempre hay una inmediata creación mediática. Todo responde a una lógica distinta. Tenemos un gobierno cuyo proyecto no es gobernar sino crear e imponer una nueva hegemonía cultural.
Planifican sus campañas comunicacionales más que las finanzas públicas. Les conviene administrar mejor los símbolos que los dólares. Todo es parte del mismo ordenado caos cuyo único beneficiario siempre es el gobierno. El Estado se ha convertido en una inmensa agencia de publicidad que nos propone otra realidad. Mientras en el hospital José Gregorio Hernández se suspenden las operaciones por falta de insumos médicos, en el cuartel de la montaña se realizan actos pomposos sobre las heroicas victorias revolucionarias. Ese es el precio de la ficción. En las ceremonias del poder, suenan cañones y resucita la patria. Cerca, en el hospital de Los Magallanes de Catia, no hay antibióticos, ni jeringas, ni gasa. Ahí, la patria ni siquiera tiene anestesia.
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