Elsa Cardozo
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En nuestro vecindario más cercano, por lo que se refiere a los gobiernos, tiene cada vez menos sentido hablar de comunidad internacional. El silencio y las ambigüedades prevalecientes ante la represión en Venezuela son cosecha en un terreno fértil, bien abonado por el régimen que desde sus primeros años aplicó a la política la fórmula de Clausewitz invertida: permanente confrontación interior y, hacia fuera, diplomacia de trincheras.
Son muchas las razones que explican que el gobierno venezolano se proponga y logre escabullirse de cualquier debate, mediación o gestión internacional. La mayoría de los gobiernos cercanos tiene una o más razones para dejar y hasta promover que así ocurra: temor al más mínimo asomo de legitimación de la protesta, recelo ante cualquier escrutinio en materia de derechos humanos y, para hacer la lista breve, preocupación porque lo que se exprese sobre el gobierno de Venezuela no empeore las condiciones para percibir decrecientes beneficios de planes de cooperación y para cobrar crecientes acreencias (no sobra hacer la salvedad de que para el régimen cubano no decrece lo primero ni crece lo segundo).
El balance, sin embargo, no es muy bueno para el gobierno y su tesis del golpe continuado. Optó, hasta ahora sin éxito, por buscar el respaldo incondicional de la Unasur, en tanto que ha preferido no probar suerte en la más numerosa y diversa Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños. El pasado 5 de marzo habría sido un buen momento para lucir los respaldos de Unasur, tal vez solamente de los asociados a Petrocaribe o cuando menos de una buena representación de la Alianza Bolivariana. No fue así. Es más, faltaron el siempre fiel José Mujica y la expresiva Cristina Kirchner, que en algún momento precisó, en términos muy adecuados a su circunstancia doméstica, que su apoyo no era a Maduro sino a la democracia venezolana. Pero ni las acrobacias de la retórica ni el silencio son fáciles de sostener y defender en países a los que llega la información de lo sucedido en Venezuela, de modo que dirigentes y partidos políticos así como otras organizaciones e individualidades que manifiestan su opinión siguen ejerciendo presión contra los cálculos y las ambivalencias.
La situación venezolana ha merecido atención, sostenidamente, en una escala que no reconoce las contenciones del principio de no intervención, por parte de la prensa mundial, las redes sociales, las manifestaciones ocurridas en decenas de ciudades del mundo, las organizaciones no gubernamentales defensoras de derechos humanos, así como en reiteradas declaraciones llenas de preocupación y propuestas, desde las Naciones Unidas y la Unión Europea. A ello se han sumado voces individuales que desde diferentes posiciones han multiplicado la preocupación y las expresiones de solidaridad hacia los venezolanos, vistos los informes, testimonios y evidencias de la violencia del discurso gubernamental y de los abusos de las fuerzas estatales y paraestatales que lo han acompañado.
Como Ucrania, Siria y tantos otros países que sufren o han sufrido graves crisis nacionales en las que el gobierno es parte central del problema, Venezuela –en su especificidad– es hoy un desafío muy visible a los hilos de comunidad que se tejen en torno a los derechos humanos, un reto a la realpolitik vecinal y una oportunidad para exigir otra diplomacia, una que desplace a esa que, en nombre de intereses de Estado o de los de un gobierno en particular, transforma la discreción en evasión, la prudencia en complicidad y el respeto al principio de no intervención en licencia para reprimir.
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