Alberto Barrera Tyszka
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Nadie sabe para quién trabaja. Finalmente, los guarimberos le están haciendo un enorme favor a Nicolás Maduro. El gobierno prefiere mil veces que los medios de comunicación estén ocupados con el tema de la violencia y no con el tema de la harina y del pollo, del alza de los precios de la cesta básica y de la escasez. El gobierno prefiere hablar de barricadas que de hospitales. Tiene más bombas lacrimógenas que medicinas.
Es más fácil controlar la verdad que controlar la inflación. A partir del 12 de febrero, el poder comenzó a desarrollar un trabajo paralelo a la activación automática de la violencia física: la construcción de una versión de la realidad que los pudiera salvar de sus propias acciones. Ya existe una narrativa oficial que busca consolidar un nuevo consenso en el país. Todas las noticias o declaraciones emanadas desde el gobierno, o desde las instituciones que están al servicio del partido de gobierno, han ido lentamente adquiriendo el mismo formato, el mismo lenguaje. Nada muy diferente de lo que nos ha enseñado la historia: la clase dominante intentando imponerle su voz al resto de la sociedad.
En el discurso oficial, por citar un ejemplo, ha habido una progresiva desaparición del sustantivo “estudiantes”. La única calificación que tienen ahora los sujetos de cualquier protesta se resume en tres palabras: “terroristas”, “mercenarios”, “paramilitares”. Como si las marchas fueran una convención de francotiradores. Como si la idea de la protesta fuera una fantasía inexistente en el país.
Este movimiento dentro del lenguaje es una estrategia, forma parte de un plan, de una batalla fundamental para el gobierno. Por eso Maduro escribe en The New York Times y le concede una entrevista a The Guardian. Porque su prioridad es el traslado simbólico de la culpa. Ya lo han dicho. Todos comienzan a declararlo como si fuera un mantra. Ahora sostienen que todos los muertos son responsabilidad de la oposición. Y lo repetirán hasta el cansancio o el infinito. Sin pudor.
El gobierno está desesperado por quitarse de encima la imagen del caos. Necesita que esa pequeña palabra esté asociada de nuevo a la oposición. Chávez era un experto en esas lides. Pero para Maduro o Cabello la faena es imposible. Escucharlos es escuchar el caos. Muy rápidamente quedan en evidencia. Ese es en el fondo parte de su problema: en el país del disimulo, el chavismo sin Chávez es cada vez más obvio.
El mismo TSJ que decidió que Maduro podía ser presidente encargado y candidato a la presidencia suspende a María Corina Machado, porque no puede ser diputada y al mismo tiempo estar acreditada por Panamá para hablar brevemente en la OEA. Los ejemplos sobran. La incoherencia oficial es lo único que no escasea: todo sube de precio, el billete de 100 ya parece un chiste, pero Jesús Farías asegura que más que devaluar el gobierno ha “revaluado” la moneda. Parece que ensayaran. No se contradicen más porque no pueden. A medida que pasan los días, la ausencia se hace más patética: Chávez era su congruencia, su lógica.
Quienes convocaron a “La Salida” quisieron capitalizar un descontento genuino y aprovechar una oportunidad política, corriendo el riesgo de convertir la calle en un espejismo. Probablemente, tampoco calcularon que la reacción inmediata del Estado sería una violencia tan salvaje. De eso jamás podrá salvarse este gobierno. Aunque pretendan borrarlo, el origen fáctico de todo el conflicto está en una marcha estudiantil sobre la cual dispararon funcionarios adscritos a organismos de inteligencia. El poder eligió la violencia como primera y única opción. Ese fue su punto de partida.
Hay que insistir. Cualquier debate, cualquier comisión de la verdad o conferencia de paz debe empezar por ese día. A partir de esas balas hay que comenzar a hablar. Porque ahí respira un discurso que ahora el gobierno no nombra. Una frase vieja y perversa que, aunque deseen ocultar, sigue presente en nuestra historia: dispara primero, pregunta después.
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