Dov Seidman
Nos encontramos en un momento único de la historia, en el que predomina la idea de que el capitalismo es indispensable pero, al mismo tiempo, está profundamente deteriorado. Somos muchos los que seguimos pensando que el capitalismo es el mejor sistema para fomentar el progreso y la prosperidad en el mundo. Sin embargo, desde el movimiento del 15-M hasta las protestas de Occupy Wall Street, desde la indignación general por el rescate de Caja Madrid hasta los miembros del Foro Económico Mundial que este año destacaron que la desigualdad de rentas es la mayor amenaza contra la comunidad mundial, también son muchos los que reconocen la necesidad de replantearse y arreglar el capitalismo.
Dada nuestra insatisfacción actual con los modelos capitalistas tradicionales, no es de extrañar que estén proponiéndose tantas alternativas: capitalismo consciente, capitalismo integrador, capitalismo creativo, y así sucesivamente. Pero no deberíamos adoptar ningún capitalismo nuevo —es decir, ningún capitalismo 2.0 o 3.0— sin antes hacer una pausa para regresar a los orígenes de la libre empresa y hacernos una pregunta: ¿habíamos entendido bien el capitalismo 1.0?
En qué nos equivocamos con el capitalismo. Aunque muchos consideran que Adam Smith —padre fundador de la libre empresa y autor de La riqueza de las naciones— fue un economista del siglo XVIII, en realidad fue un filósofo moral que ni siquiera llegó a utilizar jamás la palabra “capitalismo”. Para Smith, la actividad económica era humana y personal porque estaba impulsada por un “sentimiento moral” (otro libro suyo se titula Teoría de los sentimientos morales).
Con los años, nos fuimos desviando de la visión original de capitalismo que proponía Smith, pero no porque creáramos un capitalismo inmoral. Cuando nos decimos que una transacción no tiene nada de personal, que “es solo cuestión de negocios” —que no estamos tratando de hacer daño deliberado a otros sino que lo único que buscamos es obtener beneficios o agradar a nuestros jefes—, no estamos actuando de forma inmoral sinoamoral, lo cual puede ser mucho más sutil y, por tanto, más pernicioso.
Lo que revelan estas tendencias es que cada vez somos más interdependientes, que las acciones de unos pocos pueden tener, para muchos, unas consecuencias sin precedentes. Lo que sucede en una esfera de nuestra vida repercute inevitablemente en las otras, por lo que la vieja separación de lo profesional y lo personal ha perdido todo sentido filosófico y, en la práctica, es imposible. Hoy, todo es personal, y por eso la interdependencia es una realidad moral.Tal vez era razonable emplear una estrategia amoral cuando podíamos separar “los negocios” del resto de nuestras vidas; en otras palabras, si teníamos capacidad de regirnos por unos valores amorales en nuestra vida profesional pero obedecer unas normas morales en nuestra vida privada. Sin embargo, el mundo ha cambiado. Vemos a diario más ejemplos que nunca de lo estrechamente relacionados que estamos todos, desde los más poderosos hasta los más pequeños: grandes marcas que cambian sus productos debido a campañas de blogueros activistas; trabajadores que emplean las redes sociales para movilizar y obligar a las empresas a aumentar los salarios; altos dirigentes que pierden sus puestos por un tuit inoportuno o una grabación filtrada.
La única forma de avanzar: no el qué sino el cómo. La principal consecuencia de esta realidad interdependiente es que la única estrategia viable —tanto para las personas como para los colectivos, las organizaciones, los países— que puede permitirnos ascender juntos y no caer, crear valor, prosperar y triunfar, es construir unas interdependencias saludables.
Las interdependencias saludables, en el fondo, no son una cosa complicada. Se trata de cómo nos relacionamos unos con otros, si creamos vínculos superficiales o profundos, si cultivamos relaciones breves o duraderas. Es decir, se trata de cómo hacemos lo que hacemos.
Dedicar toda nuestra atención al cómo no es solo un requisito necesario para sobrevivir en este mundo transformado. Ha pasado a ser lo que nos otorga ventaja a la hora de competir. Como presidente de una empresa, sé bien que el deseo de diferenciarnos —a escala personal, profesional, organizativo, nacional— es la base de muchos de nuestros esfuerzos. Ahora bien, en nuestro mundo mercantilizado y transparente, ya casi no tenemos formas de diferenciarnos por lo que producimos o vendemos. Pero queda un aspecto en el que siguen existiendo enormes variaciones: el ámbito del comportamiento humano, cómo hacemos lo que hacemos.Detengámonos a estudiar la palabra “cómo”. Siempre la hemos tratado como un adverbio, es decir, una partícula que acompaña a lo que verdaderamente nos importa, los verbos y las frases. Pero ¿y si consideráramos que cómo es un sustantivo? “El cómo es lo que marca la diferencia”. Vista así, cómo deja de ser simplemente una pregunta para convertirse en una ética del empeño humano y una lente a través de la que observar el mundo. La convicción de que lo que hacemos es mucho menos importante que cómo lo hacemos fue lo que me empujó a escribir mi libro, How: por qué cómo hacemos las cosas significa todo, que salió publicado en España a finales del año pasado.
Debemos estudiar con mucho más detalle nuestro cómo, en especial cómo conectamos y nos relacionamos con los demás, porque, cuanto más ligados e interdependientes nos hagamos, más quedará al descubierto el carácter de esas conexiones. Lo diré de otra forma. Si la única razón por la que una persona trabaja en una empresa es cómo de alto es su sueldo, entonces, si otra empresa le ofrece más, debería irse. Cuando una persona compra un producto a una empresa por cómo de barato es, entonces, si alguien le ofrece otro precio todavía más bajo, debería cambiar. Es lo lógico. Si tenemos una conexión profunda, me quedaré. Si no, me iré.
Lo que necesitamos para consolidar nuestras relaciones —con los empleados, los clientes, los proveedores, los socios, los miembros de la comunidad— es el “aglutinante humano”. En nuestra vida personal tenemos claro que cultivamos una relación —matrimonio, amistad— cuando compartimos unos valores y unas creencias. Lo mismo ocurre en el mundo de los negocios. ¿Es posible mantener una amistad o una relación profesional sin confianza ni transparencia? ¿Sin integridad?
Si verdaderamente queremos que el capitalismo sea más integrador y tenga en cuenta a todos, la pregunta es: ¿cómo vamos a permanecer unidos? No vale una integración superficial, que nos mantenga juntos solo mediante normas, transacciones comerciales o incluso el clamor público, aunque estas pueden ser medidas eficaces a corto plazo. El aglutinante humano —los valores y creencias en común— es lo único que nos permite sacar adelante nuestros grandes empeños en nombre de todos los interesados, precisamente como proponía Adam Smith.
Dov Seidman es fundador de la consultora LRN y autor de How.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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