Alberto Barrera Tyszka
Hay un relato, aún no
escrito, que nace en la imagen del teniente golpista que se rinde el 4
de febrero de 1992, y termina en la imagen del presidente que se
despide, antes de viajar por última vez a un quirófano en Cuba, el 8 de
diciembre del año 2012. Es un tránsito por el territorio de los
símbolos. Es una historia mediática. Otro logro petrolero. El asombroso
proceso de sacralización de Hugo Chávez Frías.
El
intento de golpe fue, sobre todo en Caracas, una mamarrachada. Las
imágenes de los tanques intentando entrar por las escaleras del Palacio
de Miraflores eran un chiste, ofrecían una versión muy amateur de los
militares que se habían levantado en armas. Chávez convirtió su fracaso
en el fracaso del grupo y salió en la televisión haciendo un llamado a
deponer las armas. Él mismo reconoció que, mientras permanecían
detenidos los primeros días, sus propios compañeros lo tildaron de
cobarde. Todavía no había hecho efecto la magia de la televisión.
Los
escasos segundos que Chávez apareció en pantalla se encontraron con una
audiencia desesperada, ansiosa, sedienta de algo distinto, queriendo
cambiar. Ahí se produjo un hechizo. Ahí, probablemente, Chávez comenzó a
darse cuenta de que las cámaras podían ser más eficaces que las armas.
Que la batalla estaba en otro lado. Que la historia podía también ser un
show.
En vez de llamarse el
“día de la dignidad”, el 4 de febrero podría llamarse de muchas otras
maneras. El “día de la televisión”, por ejemplo. O el “día del azar
mediático”, incluso. Podría organizarse un concurso en TVES, donde cada 4
de febrero se le diera la oportunidad a jóvenes desconocidos que
aspiran a ser líderes revolucionarios, caudillos políticos, mesías
nacionales. Cada participante tendría el chance de hablar por 17
segundos frente a las cámaras, y poner a prueba sus talentos y su
carisma. Que no falte Winston Vallenilla en el jurado, por favor.
Hubo
poca dignidad el 4 de febrero de 1992. En rigor, un sector de la
sociedad, de manera violenta, trató de imponerle a todo el país su
propia versión de la realidad y del futuro. No lo consultaron con nadie,
ni se preocuparon por cómo podría reaccionar la gran masa ciudadana del
país. Ellos tenían su verdad y trataron de aplicarla con las armas. No
deja de ser revelador e indignante que a muchos de los soldados que
participaron los llevaron bajo engaño, sin decirles que iban a dar un
golpe. Hoy, 23 años después, reciben condecoraciones. Las víctimas no
cuentan la historia.
Un ejercicio muy
tentador es tomar muchas de las declaraciones de aquellos años, o toda
la retórica oficial que de manera posterior se empeña en glorificar ese
intento de golpe de Estado, y contraponerlas a la realidad que vivimos
ahora como país. Cuando Nicolás Maduro afirma esta semana que “el 4F
está vigente en su espíritu de rebelión contra la oligarquía” quizás de
manera involuntaria produce un cortocircuito en más de un compañero
dentro y fuera de la FANB. Tal vez, alguno de los astutos patriotas
cooperantes que alimentan diariamente al camarada Cabello pudiera
sospechar que el presidente está haciendo un llamado subliminal para que
le den un golpe.
Porque ciertamente
se podría pensar que las razones que invocaron los golpistas hace 23
años están aún vigentes. Y no lo digo solo por la crisis económica, sino
también por el comportamiento de la nueva oligarquía. Ahora cualquiera
podría indignarse y levantarse y gritar en contra de las empresas de
maletín, en contra de las toneladas de comida podrida, en contra de los
vuelos privados en aviones de Pdvsa… en contra de una élite que se ha
corrompido y que se empeña en no ver la realidad, en darle la espalda al
país.
Han pasado años creando un
paraíso simbólico. Ahora pretenden privatizarlo. Es un cielo donde solo
pueden entrar ellos. Los demás son conspiradores, apátridas,
saboteadores, asesinos… Ellos no. Ellos son santos. Metieron el 4F en un
altar. Lo encerraron en una iglesia. Pero de nada sirve: el “por ahora”
de la historia hoy los persigue.
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