La decepción democrática
Daniel Innerarity
Conviene que nos vayamos haciendo a la idea: la política es
fundamentalmente un aprendizaje de la decepción. La democracia es un
sistema político que genera decepción… especialmente cuando se hace
bien. Cuando la democracia funciona bien se convierte en un régimen de
desocultación, en el que se vigila, descubre, critica, desconfía,
protesta e impugna.
Pensemos en dos de las más comunes fuentes de desafecto ciudadano
hacia nuestros representantes: la corrupción y el desacuerdo. El menos
avisado puede tener una impresión demasiado negativa y caer en el típico
error de percepción que genera la corrupción descubierta o el
desacuerdo institucionalizado propio del antagonismo democrático. La
corrupción es siempre intolerable, por supuesto, y la incapacidad para
generar grandes acuerdos está en el origen de muchas de nuestras
torpezas colectivas, pero deberíamos ser sinceros y reconocer que buena
parte de nuestro malestar con la política corresponde a una nostalgia
inadvertida por la comodidad en que se vive donde lo malo no es sabido y
se reprimen los desacuerdos. La antropología política nos enseña que
hay un sentimiento atávico, nunca plenamente superado, de añoranza hacia
formas de organización social en las que reine una plácida ignorancia y
los políticos, como reza la queja habitual, no estén todo el día
discutiendo.
Hay otra fuente de decepción democrática que tiene que ver con
nuestra incompetencia práctica a la hora de resolver los problemas y
tomar las mejores decisiones. La política es una actividad que gira en
torno a la negociación, el compromiso y la aceptación de lo que los
economistas suelen llamar “decisiones suboptimales”, que no es sino el
precio que hay que pagar por el poder compartido y la soberanía
limitada. Está incapacitado para la política quien no haya aprendido a
gestionar el fracaso o el éxito parcial, porque el éxito absoluto no
existe. Hace falta al menos saber arreglárselas con el fracaso habitual
de no poder sacar adelante completamente lo que se proponía. La política
es inseparable de la disposición al compromiso, que es la capacidad de
dar por bueno lo que no satisface completamente las propias
aspiraciones. Similarmente los pactos y las alianzas no acreditan el
propio poder sino que ponen de manifiesto que necesitamos de otros, que
el poder es siempre una realidad compartida. El aprendizaje de la
política fortalece la capacidad de convivir con ese tipo de
frustraciones e invita a respetar los propios límites.
Todas las decisiones políticas, salvo que uno viva en el delirio de
la omnipotencia, sin constricciones ni contrapesos, implican, aunque sea
en una pequeña medida, una cierta forma de claudicación. En el mundo
real no hay iniciativa sin resistencia, acción sin réplica. Las
aspiraciones máximas o los ideales absolutos se rinden o ceden ante la
dificultad del asunto y las pretensiones de los otros, con quienes hay
que jugar la partida. No tiene nada de extraño, por ello, que nuestros
más fervorosos seguidores aseguren que no era eso a lo que aspiraban. Si
además tenemos en cuenta que la competición política crea incentivos
para que los políticos inflen las expectativas públicas, un alto grado
de decepción resulta inevitable.
Todo esto provoca un carrusel de promesas, expectativas y
frustraciones, de engaños y desengaños, que gira a una velocidad a la
que no estábamos acostumbrados. Los tiempos de la decepción —lo que
tarda el nuevo Gobierno en defraudar nuestras expectativas o los
carismas en desilusionar, los proyectos en desgastarse, la competencia
en debilitarse— parecen haberse acortado dramáticamente.
Incluso quien se presenta generando las mayores expectativas de
renovación —porque no forma parte de lo ya conocido y esa carencia de
pasado político le permite gozar de la virginidad política como su
principal valor—, no tarda mucho en decepcionarnos. Pronto recurren esos
mismos a las jugadas políticas que nos habían escandalizado y se
organizan como un aparato clásico. Comienzan “pudiendo”, siguen con un
quién sabe y terminan posponiendo indefinidamente las promesas más
audaces. Hemos pasado, por ejemplo, de no pagar la deuda a pagarla sólo
en parte para finalizar con una inocua auditoría ética (apelando, por
cierto, al juicio de los expertos). Es curioso lo poco que tarda el
radicalismo en “socialdemocratizarse”. La estrategia para ganar
elecciones es muy diferente de la tarea de gobernar, y por eso suele
ocurrir que lo primero palidece a medida que se acerca la hora de la
responsabilidad. Con el paso del tiempo, lo que era exhibido como
radicalidad democrática —que los temas cruciales sean decididos por
todos— se revela como indefinición táctica o simple ignorancia acerca de
qué debe hacerse. No creo que Podemos tarde mucho en decepcionar, como
ocurre con todos los actores políticos, no sólo porque comparten nuestra
condición humana sino sobre todo porque en algún momento tendrán que
tomar decisiones que suponen aceptar algo como menos malo. La prueba de
fuego estará en el momento en que sus votos en una institución impliquen
una preferencia por unos o por otros, cuando su abstención abra el paso
del gobierno a alguien en concreto, todavía más, cuando tengan que
preferir a alguien de “la casta” para gobernar.
¿Qué racionalidad podemos introducir en medio de esta decepción? Creo
que lo mejor es partir de una constatación muy liberadora: la política
es una actividad limitada, mediocre y frustrante porque así es la vida,
limitada, mediocre y frustrante, lo que no nos impide, en ambos casos,
tratar de hacerlas mejores. Y en segundo lugar, nuestras mejores
aspiraciones no deberían ser incompatibles con la conciencia de la
dificultad y los límites de gobernar en el siglo XXI. Lo que hacen los
políticos es demasiado conocido y demasiado poco entendido. La sociedad
comprende poco los condicionamientos en medio de los cuales han de
moverse y las complejidades de la vida pública. Esto no ha de entenderse
como una disculpa sino todo lo contrario: es el elemento de objetividad
que nos permite agudizar nuestras críticas, impidiendo que campen
desaforadas en el espacio de la imposibilidad.
Recordar tales cosas en medio de esa desbandada que llamamos
desafección política, cuando están saliendo a la luz múltiples casos de
corrupción y la política se muestra incompetente para resolver nuestros
principales problemas, puede parecer una provocación. Si lo recuerdo es
para defender estas tres tesis: que la política no está a la altura de
lo que podemos esperar de ella, que no es inevitablemente desastrosa y
que tampoco deberíamos hacernos demasiadas ilusiones a este respecto. Y
es que las quejas por lo primero (por su incompetencia) se debilitan
cuando uno da a entender que acepta lo segundo (que la política no tiene
remedio) y cuando traslucen una expectativa desmesurada acerca de la
política. De este modo no pretendo disculpar a nadie, sino permitir una
crítica más certera, porque nada deja más ilesa a la política realmente
existente que unas expectativas desmesuradas por parte de quien no ha
entendido su lógica, sus limitaciones y lo que razonablemente podemos
exigirle.
Ahora que todo está lleno de propuestas de regeneración democrática
no viene nada mal que analicemos con menos histeria el contexto en el
que se produce nuestra decepción política, para que estemos en
condiciones de valorarla en su justa medida y no cometamos el error de
sacar consecuencias equivocadas de ella. Deberíamos ser capaces de
apuntar hacia un horizonte normativo que nos permita ser críticos sin
abandonarnos cómodamente a lo ilusorio, que amplíe lo posible frente a
los administradores del realismo, pero que tampoco olvide las
limitaciones de nuestra condición política.
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política y Social e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario