Editorial El País
La petición de Barack Obama al Congreso de EE UU para que le autorice
a utilizar la fuerza militar en la lucha contra el Estado Islámico (EI)
es un buen ejemplo de hasta qué punto la amenaza yihadista global puede
hacer variar la estrategia política de las democracias occidentales.
Obama, en la recta final de su mandato, solicita un permiso que de hecho ya tiene, pero que ha heredado
del presidente George W. Bush cuando el Congreso le otorgó a este un
poder similar tras los atentados del 11-S. Es una autorización alejada
de los planteamientos con los que Obama llegó a la presidencia y en los
que insistió en sus primeras acciones internacionales en Oriente
Próximo. Hay que recordar que el mandatario proponía entonces reducir
drásticamente la implicación de su país (especialmente en el plano
militar) en la zona, terminar con los despliegues de tropas sobre el
terreno e incluso cerrar la prisión de Guantánamo.
Sin embargo, los sucesivos acontecimientos —fracaso de las primaveras árabes,
guerras civiles e irrupción del EI— le han obligado a cambiar de
planteamiento. Hace ya seis meses Obama ordenó bombardear al EI en Siria
e Irak; el texto que propone incluso le permitiría volver a enviar
tropas de combate.
El presidente acierta al pedir el voto del Congreso porque vuelve a
poner sobre la mesa los términos de la guerra contra el radicalismo
islámico. En su propuesta, Obama subraya que el EI no es sólo una
amenaza para Siria o Irak, sino para EE UU y en su propio territorio.
Los atentados de París confirman que la ofensiva yihadista no conoce
fronteras.
En un momento de tensión política —con el Congreso enfrentado a la
Casa Blanca y la carrera presidencial ya cercana—, Obama solicita un
respaldo legal explícito a sus decisiones. Un mensaje al EI y al mundo
de que las democracias son plurales, pero no débiles, y que adaptan su
estrategia cuando se sienten amenazadas.
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