MARIO VARGAS LLOSA
Cuando el Gobierno venezolano de Nicolás Maduro autorizó a su guardia
pretoriana a usar armas de fuego contra las manifestaciones callejeras
de los estudiantes sabía muy bien lo que hacía: seis jóvenes han sido
asesinados ya en las últimas semanas por la policía tratando de acallar
las protestas de una sociedad cada vez más enfurecida contra los
atropellos desenfrenados de la dictadura chavista, la corrupción
generalizada del régimen, el desabastecimiento, el colapso de la
legalidad y la situación creciente de caos que se va extendiendo por
todo el país.
Este contexto explica la escalada represora del régimen en los
últimos días: el encarcelamiento del alcalde de Caracas, Antonio
Ledezma, uno de los más destacados líderes de la oposición, al cumplirse
un año del arresto de Leopoldo López, otro de los grandes resistentes, y
meses después de haber privado abusivamente de su condición de
parlamentaria y tenerla sometida a un acoso judicial sistemático a María
Corina Machado, figura relevante entre los adversarios del chavismo. El
régimen se siente acorralado por la crítica situación económica a la
que su demagogia e ineptitud han llevado al país, sabe que su
impopularidad crece como la espuma y que, a menos que diezme e intimide a
la oposición, su derrota en las próximas elecciones será cataclísmica
(las encuestas cifran su popularidad en apenas un 20%).
Por eso ha desatado el terror de manera desembozada y cínica,
alegando la excusa consabida: una conspiración internacional dirigida
por Estados Unidos de la que los opositores democráticos al chavismo
serían cómplices. ¿Conseguirá acallar las protestas mediante los
crímenes, torturas y redadas masivas? Hace un año lo consiguió, cuando,
encabezados por los estudiantes universitarios, millares de venezolanos
se lanzaron a las calles en toda Venezuela pidiendo libertad (yo estuve
allí y vi con mis propios ojos la formidable movilización libertaria de
los jóvenes de toda condición social contra el régimen dictatorial).
Para ello fue necesario el asesinato de 43 manifestantes, muchos
centenares de heridos y de torturados en las cárceles políticas y
millares de detenidos. Pero en el año transcurrido la oposición al
régimen se ha multiplicado y la situación de libertinaje,
desabastecimiento, oprobio y violencia sólo ha servido para encolerizar
cada vez más a las masas venezolanas. Para atajar y rendir a este pueblo
desesperado y heroico hará falta una represión infinitamente más
sanguinaria que la del año pasado.
Maduro, el pobre hombre que ha sucedido a Chávez a la cabeza del
régimen, ha demostrado que no le tiembla la mano a la hora de hacer
correr la sangre de sus compatriotas que luchan por que vuelva la
democracia a Venezuela. ¿Cuántos muertos más y cuántas cárceles repletas
de presos políticos harán falta para que la OEA y los Gobiernos
democráticos de América Latina abandonen su silencio y actúen, exigiendo
que el Gobierno chavista renuncie a su política represora contra la
libertad de expresión y a sus crímenes políticos y faciliten una
transición pacífica de Venezuela a un régimen de legalidad democrática?
En un excelente artículo, como suelen ser los suyos, “Un estentóreo
silencio”, Julio María Sanguinetti (EL PAÍS, 25 de febrero de 2015),
censuraba severamente a esos Gobiernos latinoamericanos que, con la
tibia excepción de Colombia —cuyo presidente se ha ofrecido a mediar
entre el Gobierno de Maduro y la oposición—, observan impasibles los
horrores que padece el pueblo venezolano por un Gobierno que ha perdido
todo sentido de los límites y actúa como las peores dictaduras que ha
padecido el continente de las oportunidades perdidas. Podemos estar
seguros de que la emotiva llamada del expresidente uruguayo a la
decencia a los mandatarios latinoamericanos no será escuchada. ¿Qué otra
cosa se podría esperar de esa lastimosa colección entre los que abundan
los demagogos, los corruptos, los ignorantes, los politicastros de tres
por medio? Para no hablar de la Organización de Estados Americanos, la
institución más inservible que ha producido América Latina en toda su
historia; al extremo de que, se diría, cada vez que un político
latinoamericano es elegido su secretario general parece reblandecerse y
sucumbir a una suerte de catatonia cívica y moral.
Sanguinetti contrasta, con mucha razón, la actitud de esos Gobiernos
“democráticos” que miran al otro lado cuando en Venezuela se violan los
derechos humanos, se cierran canales, radioemisoras y periódicos, con la
celeridad con que esos mismos Gobiernos “suspendieron” de la OEA a
Paraguay cuando este país, siguiendo los más estrictos procedimientos
constitucionales y legales, destituyó al presidente Fernando Lugo, una
medida que la inmensa mayoría de los paraguayos aceptó como democrática y
legítima. ¿A qué se debe ese doble rasero? A que el señor Maduro, que
ha asistido a la transmisión de mando presidencial en Uruguay y ha sido
recibido con honores por sus colegas latinoamericanos, es de “izquierda”
y quienes destituyeron a Lugo eran supuestamente de “derecha”.
Aunque muchas cosas han cambiado para mejor en América Latina en las
últimas décadas —hay menos dictaduras que en el pasado, una política
económica más libre y moderna, una reducción importante de la extrema
pobreza y un crecimiento notable de las clases medias—, su subdesarrollo
cultural y cívico es todavía muy profundo y esto se hace patente en el
caso de Venezuela: antes de ser acusados de reaccionarios y “fascistas”
los gobernantes latinoamericanos que han llegado al poder gracias a la
democracia están dispuestos a cruzarse de brazos y mirar a otro lado
mientras una pandilla de demagogos asesorados por Cuba en el arte de la
represión van empujando a Venezuela hacia el totalitarismo. No se dan
cuenta que su traición a los ideales democráticos abre las puertas a que
el día de mañana sus países sean también víctimas de ese proceso de
destrucción de las instituciones y las leyes que está llevando a
Venezuela al borde del abismo, es decir, a convertirse en una segunda
Cuba y a padecer, como la isla del Caribe, una larga noche de más de
medio siglo de ignominia.
El presidente Rómulo Betancourt, de Venezuela, que era de otro
calibre de los actuales, pretendió, en los años sesenta, convencer a los
Gobiernos democráticos de la América Latina de entonces (eran pocos),
de acordar una política común contra los Gobiernos que —como el de
Nicolás Maduro— violentaran la legalidad y se convirtieran en
dictaduras: romper relaciones diplomáticas y comerciales con ellos y
denunciarlos en el plano internacional, a fin de que la comunidad
democrática ayudara de este modo a quienes, en el propio país, defendían
la libertad. No hace falta decir que Betancourt no obtuvo el apoyo ni
siquiera de un solo país latinoamericano.
La lucha contra el subdesarrollo siempre estará amenazada de fracaso y
retroceso mientras las dirigencias políticas de América Latina no
superen ese estúpido complejo de inferioridad que alientan contra una
izquierda a la que, pese a las catastróficas credenciales que puede
lucir en temas económicos, políticos y de derechos humanos (¿no bastan
los ejemplos de los Castro, Maduro, Morales, los Kirchner, Dilma
Rousseff, el comandante Ortega y compañía?) conceden todavía una especie
de superioridad moral en temas de justicia y solidaridad social.
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© Mario Vargas Llosa, 2015.
© Mario Vargas Llosa, 2015.
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