HECTOR E. SCHAMIS
La ciudad de la furia no volverá a ser lo que era entonces. Después de Nisman,
se huele y se respira una violencia latente, pero mucho más profunda.
El clima político nunca fue tan tóxico desde 1983, cuando los militares
abandonaron el poder. La analogía porque los porteños, tal vez los
argentinos en general, han optado por el mismo mecanismo de defensa de
entonces: la negación.
En aquellos años ningún vecino había visto el operativo represivo de
la noche anterior. Nadie había sido secuestrado, nadie había reparado en
los automóviles sin placas, ni en aquellos sujetos con trajes arrugados
y gafas de sol en medio de la noche. El más negador hasta se animaba a
un “por algo habrá sido”.
Siempre es un desafío explicar cómo y porqué una sociedad se mete
para adentro y niega, firmándole un cheque en blanco al despotismo.
Cuando en diciembre de 1983 Raúl Alfonsín
creó una comisión para investigar aquellos hechos, el país se desayunó
con lo que ya sabía pero había negado. El paralelo ilustra este
presente. Un fiscal muerto —asesinado, según cualquier pericia seria— y
un gobierno que desde entonces se dedicó a matarlo muchas otras veces,
ahora con el arma de la calumnia. Como resultado, el país no quiere
hablar más de Nisman. Tal vez haya vuelto la negación, o la sociedad le
creyó a la usina difamadora oficialista. Quizás pronto escucharemos “por
algo habrá sido”. Sería un círculo completo.
En este marco, el clima electoral comienza a levantar temperatura,
con sucesivas elecciones en diferentes distritos hasta la presidencial
de octubre. La toxicidad irá en aumento. En lo que indica una inexorable
transformación del sistema de partidos, se va confirmando la lenta
agonía del radicalismo, la saturación de la clase media con el
kirchnerismo y la fragmentación del peronismo, al punto de su disolución
como identidad política. El PRO se consolida como un partido urbano,
tal vez el más importante. Es incierto hoy si le alcanzará con eso para
llevarse el premio mayor.
En el escaso tiempo libre de una campaña, la elite política intenta
pensar en el cambio de ciclo, las políticas de largo alcance y sus
consensos necesarios. Esa fue la convocatoria de esta semana del
periódico Clarín,
para reflexionar sobre la política grande: ¿Qué clase de acuerdos entre
los partidos son necesarios para la gobernabilidad democrática y para
recuperar la senda del crecimiento económico?
Después de doce años de gobierno Kirchner, a nadie escapa la
degradación institucional. Resulta casi obvio que antes de acordar las
políticas, el gran pacto argentino es forjar consensos para reconstruir
el tejido institucional, lo cual incluye volver a despolitizar las
instancias neutrales del Estado. Argentina
no tiene estadísticas creíbles, por ejemplo. El oficialismo convirtió
al Instituto Nacional de Estadísticas y Censos en una operación
partidaria que informa lo que se le ordena desde el Ejecutivo. Tampoco
tiene política monetaria independiente. El gobierno también politizó al
Banco Central, ahora nombrando directores con mandatos posteriores al
cambio de gobierno.
El kirchnerismo destruyó la carrera del servicio exterior, colonizando la diplomacia profesional con apparatchiks,
individuos carentes de la experiencia y las condiciones intelectuales
necesarias. Argentina no tiene diplomacia en el sentido estricto del
término. Su política exterior es por ello errática, incoherente y opaca.
La Presidente acaba de firmar múltiples acuerdos con la Rusia de Putin,
los que aparentemente incluyen acuerdos militares y de energía nuclear.
Es que la letra chica de esos acuerdos no se conoce, tamaña opacidad.
Nadie está interesado en importar un Chernóbil.
Esto como ilustración, porque la degradación institucional es aún más
profunda, comprendiendo la esfera de los derechos y garantías
constitucionales. En Argentina es de alto riesgo investigar al poder, ya
sea cuando lo hace un periodista o cuando lo hace un fiscal. El
problema es que investigar al poder es toda una definición de un sistema
democrático. Ello está anclado en una Constitución que asegura
derechos, los cuales se materializan por medio de la justicia
independiente y de la libertad de prensa. Con una justicia
independiente, el Estado puede perder un juicio: ello limita la
discrecionalidad. Con periodistas capaces de criticar, se empodera a la
sociedad para hacerlo: ello genera debate y participación. De eso se
trata vivir en democracia, algo que solo existe a medias en la Argentina
de hoy.
Si se piensa en grandes pactos políticos para una Argentina en
transición, entonces se debe recordar que los acuerdos pendientes son
precisamente institucionales. La transición política vuelve a ser
equivalente a un cambio de régimen, una transición a la democracia.
Treinta y dos años más tarde, habrá que volver a empezar. El Fiscal
Nisman es la metáfora más elocuente de ello: murió por investigar al
poder.
Twitter @hectorschamis
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