Willy McKey
En el análisis siempre late una duda a la hora de leer las manifestaciones de calle: ¿cuándo dejan de ser sintomáticas para convertirse en instrumentos políticos? En otras palabras: ¿cómo evaluar lo que pasó el sábado, tras el llamado a la calle de Leopoldo López desde la cárcel?
En esa angosta gaveta de las respuestas posibles, lo que más se parece al acuerdo es que las acciones de calle toman sentido político cuando forman parte de un proyecto que, respaldado en ideas, es del dominio público y se evalúa según los objetivos que se plantea. Visto así, poco tiene que ver cuánta gente “se meta” en una acción de calle si se puede decir que se cumplieron los objetivos planteados. Ahora bien: cuando sólo se trata de juntar personas en torno a consignas, la dimensión sintomática de una protesta es clara y peligrosamente desgastante… aunque catártica.
La convocatoria de Leopoldo López intenta mover no el juego, sino el tablero: eso es cierto y hasta urgente. Pero debe plantearse objetivos políticos (verdaderamente políticos). Desde que apresaron a Leopoldo López, el gobierno ha instalado el miedo en las calles. Lo hacen porque saben que la calle es el sitio donde se hace la política. Por eso quedarse sin hacer nada confiados en un almanaque electoral esquivo, como han decidido muchos personeros de la MUD, es un error todavía mayor y la movilización generada el sábado es relevante, audaz e incluso pertinente. Es una irresponsabilidad hacer política sin contemplar los referentes históricos, pero es todavía un pecado mayor repetir errores políticos por no haberlo hecho.
Quienes defienden la acción por la acción con frecuencia citan la Revolución de Terciopelo de 1989. Y con esas cosas hay quetener cuidado, porque estos hechos ya han sido utilizados antes como argumentos para excusar a una miope visión de la política, el poco espesor ideológico y la vocación efectista de quien quiere ser noticia.
Entre la Primavera de Praga y la Revolución del Terciopelo estuvo la Carta 77, un documento capaz de condensar el espíritu de lucha en unas seis cuartillas. Su redactor y primer vocero fue Václav Havel, un dramaturgo que se opuso a la invasión soviética. Cuando Havel fundó el Foro Cívico, generó una tensión política que astilló al poder, ya fracturado entre quienes seguían a Gustáv Husák y a Ladislav Adamec. El respeto que sentía el pueblo por los voceros, sumado al respaldo de pensadores e intelectuales y la credibilidad de las ideas expuestas pudo minar un proyecto que convocó a opositores de distintas tendencias: marxistas, no marxistas, “grises” (quienes no estaban abiertamente a favor del régimen ni en contra) e incluso trabajadores públicos que temían perder su empleo. Así la Revolución de Terciopelo fue la última consecuencia de un proceso emprendido desde la solidez de las ideas doce años antes.
De vuelta en la Av. Francisco de Miranda de Caracas (y cada una de las muchas concentraciones satelitales), ¿sabemos quiénes están pensando el país y ordenando su visión de manera eficaz y respetable, para que quienes salgan hoy a las calles tengan un asidero determinante que no termine frustrándose? Y es que el inmediatismo de nuestra naturaleza tropical puede hacernos creer que el derrocamiento del Partido Comunista Checoslovaco fue producto de las protestas de calle. Claro está: sin las manifestaciones, la Carta 77 habría sido apenas un ejercicio literario. Y sin real politik, sin ideas o sin acuerdos, las protestas habrían sido un simple desgaste de fuerzas, un aumento de los niveles de frustración del pueblo opositor. Y eso es algo que siempre le convendrá a quien está en el poder.
Otro argumento del cual se abusa recientemente es la épica de Nelson Mandela. Muchos resumen (irresponsablemente) la vida política de Mandela en accionar desde la cárcel y convertirse en presidente, ignorando que antes de ser apresado en 1962 ya había aguantado un juicio por traición, coordinado la resistencia armada desde el CNA y evitado la cárcel desde la clandestinidad. En los años sesenta no se hablaba de Mandela, sino de Steve Biko y su Movimiento de Conciencia Negra, quienes desde una posición todavía más radical que la de Mandela insistieron en hacerlo lucir como un tibio, un ineficaz. No fue sino hasta la fundación del Frente Democrático Unido (una coalición multirracial y donde se encontraban distintos pensamientos políticos) que empezaron a conquistarse objetivos que afectaron de verdad a Pieter Willem Botha. Así, en 1985, cuando Botha ofreció liberarlo si renunciaba a la violencia como forma de acción, Mandela pudo negarse: “¿Qué tipo de libertad me ofrecen, cuando el CNA está ilegalizado? Sólo quienes están libres pueden negociar. Un preso no puede hacerlo”.
Hoy, en Venezuela, ¿quiénes de los libres negocian a favor de los presos políticos? Más aún: ¿cuántos opositores tienen la valentía para reconocer la necesidad de una coalición como aquella? Porque Mandela no siempre fue el referente de paz que ahora tiene en Morgan Freeman su calco hollywoodense.
La lección sudafricana no es un ejemplar de Cómo convertirse en presidente al salir de la cárcel for dummies, sino entender que la obcecada imposición de una visión política no conduce a ninguna parte. Mandela se dio cuenta, se lo transmitió a sus seguidores y permitió que los distintos intereses avanzaran hacia el bien común. Y para eso fue vital confiar en el trabajo que hacían quienes compartían sus objetivos desde la libertad y articular con ellos cada acción posible a favor del derrocamiento del poder instaurado.
Usar los lugares comunes de la wikipolítica como argumento (o como excusa) es peligroso. También sucede con las huelgas de hambre, que siempre convocan el nombre de Mahatma Ghandi. Y puede sonar obvio, pero en ocasiones lo obvio resulta oportuno: incluso en la más ortodoxa disciplina de áhimsa, una huelga de hambre no sirve de nada si las muertes que podrían resultar de ese hecho tienen sin cuidado al poder.
Havel, Mandela y Gandhi son referentes cerrados.
Las acciones de calle en Venezuela necesitan un asidero político verosímil e incluyente. No lo tienen. Y lo peor es que parece que a ninguno de los líderes les importa, pues siguen plantados ante el espejismo de tantas veces: lo importante es salir de esta gente. La libertad de los presos políticos, que el CNE fije una fecha definitiva para las elecciones legislativas, el acompañamiento de observadores internacionales y el cese de la censura en los medios de comunicación forman parte de una agenda, pero no son objetivos políticos ni argumentos capaces de mostrar que una mejor opción de gobierno ha decidido estar en la calle y conquistarla.
De nada nos sirve creer que basta con que una persona abandone su puesto, cuando los del lado contrario no están dispuestos a ocupar el que les corresponde. Detrás de las protestas de calle debe estar resuelta la duda del ¿Y después qué vendrá?, porque sólo así se apagará ese otro miedo tan jodido que el partido de gobierno ha instalado en medio país: el miedo al cambio, al futuro.
Por eso es necesario articular las protestas con las ideas y acompañarlas con los votos, pero permitiéndole a cada una de esas opciones encontrarse en un objetivo común. Sin eso detrás, las acciones de calles que empezaron el sábado (y que al menos han venido a mover algo) sólo tendrán una función catártica.
Desde hace mucho tiempo el ser humano ha demostrado que es capaz de hacer catarsis ante los espectáculos más baratos. Y en eso no hay quien le gane a Miraflores.
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