MOISES NAIM
Estados Unidos no solo exporta iPhones, comida chatarra y películas de Hollywood. También suele irradiar sus ansiedades al resto del mundo. Y últimamente, en Estados Unidos hay una gran ansiedad por el aumento de la desigualdad económica.
Esto ha estimulado vigorosos debates sobre este fenómeno, tanto acerca de sus causas como sobre lo que se debe hacer al respecto. Según una reciente encuesta de The New York Times y CBS, un 60% de los estadounidenses opinan que su Gobierno debería hacer más para reducir la brecha entre ricos y pobres. El enorme éxito del libro del economista francés Thomas Piketty, El Capital en el Siglo XXI, publicado en 2013, refleja el apetito que hay por entender mejor la desigualdad económica. Y esta inquietud ha sido exportada con gran éxito: no pasa una semana sin que nuevos estudios, libros y artículos de prensa o programas de televisión aborden el asunto. Tan solo en estos días, por ejemplo, la OCDE, el club de países más industrializados, presentó un informe sobre la desigualdad y Anthony Atkinson, un respetado economista inglés, publicó un libro tituladoDesigualdad: ¿Qué se puede hacer? Atkinson, quien desde 1966 se ha dedicado a estudiar el tema, comienza afirmando que la desigualdad ha llegado por fin al primer plano del debate político. Y esto ha hecho que países que siempre han sufrido de una gran disparidad de rentas, pero que pocas veces la han discutido a fondo, estén teniendo intensos debates públicos y políticos acerca de cómo combatirla.
El problema, sin embargo, es que no solo se están exportando la preocupación y los debates, lo cual es muy bueno, sino también diagnósticos y soluciones que pueden ser válidos en unos países, pero no en otros. Las causas de la desigualdad económica en Estados Unidos o Europa no son las mismas que las que aumentan las inequidades en China, Brasil o Arabia Saudí. Por lo tanto, la manera de enfrentarlas también debe ser distinta.
Esta observación, que es obvia, no aparece en las discusiones. En su libro, Piketty, por ejemplo, centra su análisis primordialmente en los países de mayores ingresos y solo incluye datos de seis países más pobres (Argentina, China, Colombia, India, Indonesia y Sudáfrica). El informe de la OCDE se basa en datos de sus 34 miembros, los cuales, con la excepción de México, Chile y Turquía, son todos países desarrollados. Lo mismo sucede con el importante libro de Anthony Atkinson, cuyo principal interés es la desigualdad en las economías más avanzadas y especialmente en la británica. Y a pesar de que estos y otros análisis recientes sobre la desigualdad contemporánea se basan en datos de un grupo limitado de países, y de que muestran que las experiencias recientes son muy diversas, ello no les impide ofrecer recomendaciones universales. Desde 1980, la brecha entre ricos y pobres ha aumentado de manera alarmante en EE UU y el Reino Unido. En cambio, el incremento ha sido mucho menor en Alemania, Italia, Holanda, Canadá y Japón. Y hay países donde las desigualdades se han atenuado, como Francia, por ejemplo. En América Latina la desigualdad sigue siendo enorme, pero en la última década disminuyó, especialmente en Brasil. Con respecto a África, Branko Milanovic, un respetado investigador, me dice lo siguiente: “Con la excepción de Sudáfrica, donde la desigualdad ha aumentado, la realidad es que no sabemos si eso es verdad para el resto del continente. También sabemos que, en Asia, ha aumentado mucho en China, India, Indonesia y Bangladés, pero no en el resto del continente”.
Esta variedad de experiencias significa que las fuerzas que determinan la desigualdad son muy diferentes, incluso entre países que han sufrido un importante aumento en la inequidad económica durante el mismo periodo. En Estados Unidos, un sistema de impuestos que favorece a su abultado sector financiero es una de las principales causas de desigualdad, mientras que en China lo es la enorme brecha que hay entre los salarios en las áreas rurales y los de las ciudades. La automatización que elimina empleos, las crisis que llevan a una caída de los salarios, sistemas de salud o educativos deficientes, la captura del Gobierno por una elite política o empresarial que se las arregla para distorsionar las políticas oficiales a su favor o, simplemente, la corrupción desenfrenada son tan solo algunos de los factores que pueden agravar la desigualdad.
Aplicar los mismos remedios a todas estas causas no solo no va a mejorar la distribución del ingreso o la riqueza en un país, sino que hasta puede hacer que la desigualdad económica aumente.
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