ALBERTO BARRERA TYSZKA
Mi hija Camila estaba pequeña, era una enana divertida que apenas comenzaba el preescolar. Algunos días yo iba a buscarla a la salida de la escuela. Hubo un martes o un jueves en que cruzó el portón y llegó a la calle con una mueca mitad grave, mitad melancólica, tatuada sobre la cara. ¿Qué te pasa?, algo así debí preguntarle. Ahora también imagino que me puse en cuclillas a su lado. Camila respondió con un clásico de la educación primaria: La maestra me odia.
Mientras caminábamos, me contó y trató de explicarme por qué decía lo que decía. Puso ejemplos contundentes, refirió con ternura y tristeza anécdotas que me resultaron desoladoras. Creo recordar que, entonces, me detuve. Y supongo que volví a agacharme. Coloqué su diminuta mochila verde sobre mi rodilla y la tomé de las manos. Y le dije que todo lo que me estaba relatando me parecía muy mal, que me parecía un espanto, que me preocupaba. Que la maestra no podía ni debía seguir actuando de ese modo. Mi hija debió verme demasiado nervioso, raptado tal vez por una excesiva angustia paternal, porque me regaló un gesto cariñoso y una media sonrisa: Tranquilo, papá –me dijo, casi con una leve piedad–, la maestra me odia. Pero yo la odio más.
El odio se presenta como una identidad absoluta. Su naturaleza no permite ningún discernimiento. Es, en sí mismo, una definición furiosa, intolerante. No tiene ética y no necesita demasiados argumentos. En Por quién doblan las campanas, Hemingway propone un matiz determinante para la lógica del odio: “Indudablemente –le dice Karkov a Roberto Jordan en medio de una discusión sobre el asesinato político– destruimos y ejecutamos a esos demonios, a esas fieras, a esos perros traidores con grado de general y a los repugnantes almirantes, infieles a la confianza depositada en ellos. Esos son destruidos, no asesinados, ¿ves la diferencia?”. El odio legitima el crimen. Es una fuerza devastadora. Destruye, no delinque.
Quien quiera pensar en un cambio en Venezuela, tiene que pensar en el odio. Y pensar en el odio implica, también, superar la polarización. Llevamos demasiados años alimentándonos con ese sentimiento. Es parte de la narrativa del poder, se ha establecido como una música de fondo que ronca en toda la retórica oficial. Aunque se invoque el amor, el odio siempre está presente. La revolución instaló su primera violencia en el lenguaje. Pero también el odio está presente del otro lado, en ámbitos y discursos, en modos de pensar y de mirar, de quienes se oponen al gobierno. Todos somos tentados diariamente. Todos somos víctimas de su voracidad. El odio ya es parte de una cultura nacional que necesitamos desactivar.
¿Es posible distanciarse, ponerse en una orilla, mantenerse intacto ante la realidad? ¿Qué hacer cuando Luisa Ortega Díaz habla de la jueza Afiuni en Ginebra? ¿Qué hacer con las opiniones de González Urrutia y Norman Pino? ¿Qué hacer también con la pornográfica impunidad con la que Diosdado Cabello publicita conversaciones privadas de cualquier ciudadano? ¿Qué hacer con el video de una señora que quiere comprar cuatro tubos de pasta de dientes e insulta y maltrata a los empleados de una farmacia, a la audiencia que la ve, a cualquier que se le ponga por delante? ¿Cómo manejar socialmente la rabia, el desprecio, el resentimiento?
Al final, tal vez poco va a importar establecer quién comenzó primero. Eso no detendrá el derrumbe. Probablemente, además, jamás llegaríamos todos a un acuerdo. El problema de fondo es qué hacer con una dinámica ya instalada, cargada de muchos tipos diferentes de violencias. Cómo transformarla sin dejar de lado la justicia, recuperando el equilibrio institucional, desarmando en más de un sentido al Estado. ¿Es eso posible?
En alguna página de su cuaderno de notas, escrito entre 1891 y 1904, Anton Chéjov escribió: “El amor, la amistad, la estima no crean lazos tan fuertes como el odio compartido”. Es cierto. Y es trágico. Porque el único destino del odio es la destrucción.
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