ELIAS PINO ITURRIETA
Encontrar explicación a las calumnias lanzadas por el régimen para descalificar a la oposición no parece tarea complicada, si consideramos que en el pasado, desde los tiempos de Chávez, los voceros de la “revolución” se han lucido en ese tipo de operaciones. Las denuncias de magnicidio han sido tan habituales que formaron parte de la rutina, hasta el punto de que fuese hecho curioso que no circulara un anuncio quincenal. La alarma sobre golpes de Estado ha aderezado con creces nuestras horas de espectadores ante la inminencia de unas conmociones divulgadas con bombos y platillos. Los ataques contra dirigentes políticos con nombre y apellido que preparaban una conspiración con ayuda de la CIA, o una guerrilla para impedir la felicidad del pueblo, le ha dado color al paisaje nativo, sin que nadie se haya asombrado ante el monocromático fastidio.
Así son las revoluciones desde que el mundo es mundo, pero también aquellas que apenas lo son a medias, o aún de mentirijillas, como la venezolana. Han construido su leyenda y han dado plataforma a su proyecto de aniquilación de un determinado tipo de sociedad partiendo de una continuada trama de calumnias. Por ejemplo: así como en Francia envolvieron en porquerías absurdas a María Antonieta para ocuparse después de Dantón con argumentos del mismo cuño, sin preocuparse por la falta de escrúpulos y por la contradicción que resumían, en la Unión Soviética metieron en el mismo saco de maledicencias sin sostén a las asustadizas hijas del zar y al aguerrido Trotsky. Para acabar con una sociedad se deben aniquilar las reputaciones florecidas en su seno, o las que estorban la estabilidad de los cabecillas de la insurgencia. No hacen falta las evidencias concretas. Bastan las sospechas, cuando existen de veras, o un necesario plan para expulsar de la historia a los representantes de las fuerzas juzgadas como contrarrevolucionarias. Lo demás es coser y cantar, en pos de una época dorada que jamás llegará. Si ha funcionado así desde siempre, debemos esperar situaciones idénticas aún en el caso de una pendencia cojitranca y esperpéntica como la bolivariana.
Pero las explicaciones universales no son suficientes. El color local se les escapa, la basura doméstica, la perversión de los mandones y el miedo que puede alimentar sus procederes. Ciertamente los bolivarianos calcan el ejemplo de las situaciones mencionadas, pero actúan por motivaciones específicas que conceden una penosa peculiaridad a su caso. En lugar de moverse desde una posición de triunfo que facilita la muerte física o política de sus rivales, parten de la desesperación provocada por una gestión desastrosa de gobierno y por la desesperanza de las masas que antes los seguían y ahora se les alejan como si fueran peste. No son los portavoces de una situación cargada de promesas debido a las cuales se puede justificar el holocausto de los adversarios, sino unos tipos espantadizos ante su propia sombra que deben acudir a las patrañas más burdas para evitar que unos líderes solventes y cada vez más atractivos, ocupen el lugar que ellos están condenados a dejar.
De otra manera no se puede entender la absurda trama que han fabricado en los últimos días, consistente en mezclar a dirigentes conocidos de la oposición con unos sujetos de los bajos fondos que violaron, asfixiaron y descuartizaron a una pobre ciudadana indefensa. Solo en la cabeza de unos burócratas alicaídos y lampiños de ideas pueden caber con comodidad un argumento tan abismal, una reunión así de asombrosa entre la decencia y la delincuencia, una mezcla imposible entre el prontuario de unos asesinos y la carrera conocida de unos servidores públicos. No tienen pruebas de su acusación, como no las tuvieron los revolucionarios de París y Moscú referidos antes, pero aquellos se manejaban con la lógica de los triunfadores infalibles mientras los de aquí son criaturas de una inseguridad labrada por quienes no le encuentran remedio a su fracaso. De allí su estrambótica invención. De allí que las calumnias de los tiempos de Chávez, pese a lo deleznables e insostenibles que fueron, parezcan fortalezas ante un fofo artificio de postrimerías.
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