ELIAS PINO ITURRIETA
Los hechos ocurridos hace poco en cayo Sal son elocuentes. Parecen asunto nimio, pero están llenos de lecciones que se deben considerar con la debida atención por la amenaza que significan para el desenvolvimiento democrático, si consideramos, quizá con ingenuidad, que existe algo parecido a ese desenvolvimiento civilizado y de cuño republicano que todavía se debe resguardar. Los hechos indican que la posibilidad de reaccionar contra el régimen desde una posición ciudadana está descartada del todo, o se hace cada vez más inaccesible, pero tal vez no se pierda aún, como suele suceder en la arena de una playa, la tinta que se use para reprobar el atentado que entonces se llevó a cabo por la policía del lugar.
¿Qué pasó en cayo Sal, de acuerdo con las imágenes y con las informaciones que han desfilado frente a nuestros ojos? Los bañistas disfrutaban de una jornada de solaz cuando se percataron de la presencia de la ministra de Turismo acompañada por la gobernadora del estado Falcón, quienes hacían trabajos de inspección de la zona. A muchos no les gustó esa presencia, sino todo lo contrario, y comenzaron a gritar. Exigieron de manera enfática que las funcionarias abandonaran el lugar en el cual procuraban la tranquilidad que seguramente les negaba su calvario habitual de trabajo. Querían estar solos frente a los marinos panoramas, sin saber de las penurias cotidianas ni de quienes, según lo que probablemente sentían en el fondo de su corazón, eran responsables de ellas. ¡Fuera!, corearon con todas las ganas del mundo, y después lanzaron consignas contra el gobierno. No pasaron del coro a la agresión física, ni intentaron una acción capaz de poner en peligro la seguridad o la vida de las burócratas calificadas de indeseables. Las protestadas pusieron pies en polvorosa, no en balde la repulsa era cada vez más estentórea, con el deseo de cerrar un capítulo de presión y rechazo que podía llegar así a su conclusión natural. Pero no terminó entonces el episodio, por desdicha. Después, una media docena de los playeros protestantes fue conducida a la cárcel, entre ellos una joven que fue golpeada con saña de acuerdo con la denuncia de sus familiares.
Si existen las protestas espontáneas, las reacciones naturales contra una situación que se considera injusta o incómoda, el salto de la liebre de donde menos se espera, la náusea que tiene necesidad de explotar por órdenes del organismo, estamos ante uno de sus ejemplos indiscutibles. En cayo Sal nadie pensaba pasar de la vacación a la política. Los bañistas solo querían mirar hacia el azul horizonte, de espaldas a la cruda realidad. Estaban de escapada, sin ideas que no fueran las de pasar un buen rato. Por consiguiente, la protesta no fue planificada. No tuvo líder, ni comandos, ni barra, ni banderines alusivos, ni micrófonos ni dólares apátridas. Salió del fondo del alma, como sucede en ciertas ocasiones memorables. La presencia de las funcionarias fue una cortina pesada que impedía la contemplación de un paisaje que era cuestión de vida o muerte, de salud implorada frente a la nacional patología, dadas las circunstancias de carestía y ofensa frente a las cuales querían los bañistas establecer una distancia sana. Era un paisaje que no admitía interferencias. Las funcionarias, en cambio, eran la negación de la felicidad, la memoria de los horrores y los desmanes que podían encontrar pasajero remedio a la orilla del mar. En consecuencia, estalló el abucheo. ¿Puede suceder algo más natural, más sencillo y cristalino?
Como en los tiempos de Gómez y Pérez Jiménez tales expansiones están prohibidas, si advertimos la persecución y la cárcel efectuadas contra unos ciudadanos indefensos y desarmados que quisieron, aunque fuera apenas por un rato, sentir que vivían lejos del infierno. El infierno puede enviar representantes a los sitios de veraneo, sin que nadie se ponga a patalear por lo que debe juzgarse como compañía habitual. Solo están permitidos los “paraísos socialistas”, los asuetos controlados por la autoridad. Cayo Sal fue un desvarío inadmisible. Los ciudadanos no se pueden entusiasmar con el capricho de imaginar que existen lugares mejores para “vivir viviendo”.
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