FERNANDO MIRES
A partir de la decisión norteamericana de ir levantando paulatinamente el embargo deberán tener lugar cambios radicales en el formato económico de Cuba. Cambios que van más allá de las relaciones entre EE UU y Cuba. Pues aquello que ya comienza a configurarse es el fin de un proyecto estatista, vale decir, la renuncia implícita del régimen a controlar a todo el aparato económico.
No obstante, el fin del totalitarismo económico no llevará de por sí al fin del totalitarismo político, entre otras razones porque el concepto de totalitarismo tiene una connotación política y no económica.
El totalitarismo puede ser definido como la apropiación de la sociedad civil por parte del Estado. Por lo mismo, un regimen totalitario puede coexistir perfectamente con una franja económica dominada por el capital privado. La alemania nazi, a la quien nadie osaría no calificar como totalitaria, fue un claro ejemplo de esa coexistencia. De ahí que ya es posible observar en Cuba dos posibilidades.
La primera, sustentada por círculos políticos optimistas, supone que a mayores libertades económicas, más grandes serán las posibilidades para la ampliación del espacio democrático.
La segunda, y es la que asume el gobierno cubano, será la creación de una economía capitalista que no pondrá en juego el sistema político de dominación.
Aparentemente la clase dominante cubana (Ejército + Partido) intenta adoptar la esencia del sistema político que rige en China, vale decir, un estado de tipo totalitario en coexistencia con un espacio económico radicalmente capitalista.
No obstante, aparte de las diferencias entre un país gigante y otro pequeño, hay una condición que impide a Cuba asimilar en su totalidad “el modelo chino”, adoptado, entre otras, por la mayoría de las economías sud-asiáticas. Esa condición es la no existencia de un sector social al que los chinos llaman “burguesía nacional”.
Si uno revisa la historia de China Comunista, observará una constante que aún en los momentos más radicales no sufrió alteración. Esa constante era la alianza del proletariado (Partido-Estado) con la “burguesía nacional”.
A lo largo de su historia, el Estado chino se esforzó en favorecer el desarrollo de un empresariado ligado al Estado. Ese es uno de los secretos de “el milagro económico chino”. Lo contrario ocurrió en Cuba.
Fidel Castro, al haber adoptado el modelo económico estalinista, destruyó al incipiente empresariado nacional sustituyéndolo por una burocracia civil y militar altamente ineficiente. Ese es uno de los secretos de la debacle económica de Cuba, heredada por Raúl.
Esa diferencia entre Cuba y China es la que impulsará al raulismo a llenar el espacio económico que se abrirá después del levantamiento del embargo recurriendo, no a un casi inexistente empresariado nacional, sino al capital extranjero.
En cierto modo, menos que una chinización, el objetivo perseguido por el régimen cubano es una vietnamización, vale decir, un estado comunista dictatorial gobernando sobre una economía dolarizada con prescindencia de una sociedad civil.
Quien lo iba a pensar: el lema de Che Guevara “Hay que crear 1, 2, 3 Vietnams” puede convertirse en realidad, pero en un sentido inverso al que imaginó el alucinado guerrillero.
Una larga cola de empresarios europeos, norteamericanos, incluso latinoamericanos, espera que se abran las puertas para convertir a Cuba en uno de los paraísos dorados del capitalismo mundial: un capitalismo sin política, sin derechos humanos, sin huelgas. El proyecto de Raúl es edificar un capitalismo que funcione bajo concesiones dictadas por el Estado a los empresarios extranjeros. Esa es también la nueva distopía (utopía negativa) surgida en Cuba.
Condición para el funcionamiento de un “capitalismo concesionario” (así lo hemos llamado en otros artículos) será –de acuerdo a la nueva distopía- la división de la sociedad en dos segmentos. A un lado, una sociedad económica donde estarán garantizadas las libertades que tengan que ver con el consumo y el derroche. Al otro, un sociedad-estado que se reservará para sí determinadas áreas “estratégicas” como la educación y la cultura (control sobre las mentes) deporte y medicina (control sobre los cuerpos) más todo el aparato represivo. Por lo tanto, cuando algunos observadores han dicho -en broma o en serio- que Cuba se encuentra amenazada por una alianza histórica entre lo peor del capitalismo y lo peor del comunismo, dan cuenta sin querer del sentido de la nueva distopía.
El ideal del “hombre nuevo” podría llegar a ser, efectivamente, el de un “homo economicus” al servicio de una clase dominante de Estado. Eso significa que la posibilidad de emergencia de una ciudadanía activa no solo sería aplastada por el peso de la represión sino, además, por un capitalismo sin democracia, un capitalismo salvaje al lado del cual el capitalismo-burdel que prevaleció durante la era pre-castrista sería solo su imagen pálida.
La democracia en Cuba –ese es el punto- no depende de un simple cambio económico. La democracia solo puede ser posible si alguna vez tiene lugar la unidad de los demócratas, dentro y fuera de Cuba. Eso no significa, por supuesto, criticar el levantamiento del embargo, posición en la que han caído los grupos más extremos del anti-castrismo, sobre todo fuera de Cuba.
El levantamiento del embargo, aunque no más sea por los beneficios que reportará a una población que se debate en los límites de la lucha por la sobrevivencia, se justifica por sí solo. Pero –y este es el tema- no llevará de modo automático a la democratización. Puede incluso llevar a lo contrario: a un reforzamiento del Estado militar-político.
Hay que tener en cuenta –así lo ha enseñado la historia- que las distopías nunca se presentan como distopías (si así fuera, nadie las seguiría). Sus formas de presentación han sido siempre utópicas. Una distopía, luego, no es algo distinto a una utopía. La distopía surge del intento de imponer por la fuerza una utopía. En cierto modo las distopías son hijas de las utopías. Los cubanos ya lo experimentaron bajo la bota de Fidel.
La buena noticia, sin embargo, es que todos los indicios muestran que la disidencia cubana no ha pisado esta vez la tranpa. Esa disidencia sabe, con la excepción de algunas de sus fracciones más radicales- que la democratización de Cuba no depende de Obama sino de los propios cubanos.
Lo más importante es que la dictadura cubana ya ha perdido su símbolo de legitimación internacional: el de la (supuesta) lucha en contra del inperialismo. Así lo ha entendido Yoani Sánchez cuando afirma: “La propaganda oficial se quedará sin asideros. Ya le ha estado ocurriendo desde que el 17 de diciembre el anuncio de restablecimiento de relaciones entre Washington y La Habana nos tomara por sorpresa a todos. Aquella ecuación, tantas veces repetida, de no permitir la disidencia interna ni la existencia de otros partidos porque el Tío Sam esperaba una muestra de fragilidad para lanzarse sobre la Isla, cada vez es más insostenible”
Con el reestablecimiento de relaciones entre Cuba y los EE UU solo ha sido creada una plataforma desde donde será posible desarrollar una lucha cuyo objetivo no puede ser otro distinto a la democratización política. Para decirlo nuevamente con las palabras de Yoani:
“Para mi generación, como para otros tantos cubanos, termina una etapa. No significa que a partir de mañana todo lo que hemos soñado se concrete, ni que la libertad irrumpa por obra y gracia de un trozo de tela que bate cerca del Malecón. Ahora llega lo más difícil. Sin embargo, será ese tipo de camino cuesta arriba en que no se podrá echar la culpa de nuestros fracasos al vecino del norte. Empieza la etapa de asumir lo que somos y reconocer por qué sólo hemos llegado hasta aquí.´”.
La democratización de Cuba y no el cumplimiento de una nueva distopía pasará por la larga y difícil construcción de una sociedad civil. Eso quiere decir: la lucha por alcanzar las cuatro libertades mínimas de la vida ciudadana –de pensamiento, de movimiento, de expresión y de asociación- no termina con la apertura de relaciones económicas y diplomáticas entre Cuba y los EE UU. Todo lo contrario. Recién comienza ahí.
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