FRANCESC DE CARRERAS
EL PAÍS
A pesar de todo, el independentismo no ganó. Por escaso margen, por cuatro puntos de diferencia, pero no ganó. En Quebec no ganó por un punto y todos lo aceptaron. En Montenegro ganó por medio punto y también lo aceptaron. Aquí todo ha sido más confuso porque eran unas elecciones y no un referéndum. Pero fueron Artur Mas y los suyos, especialmente al formar una candidatura unitaria con ERC, quienes quisieron que así se interpretara. Fracasaron: como los separatistas en Quebec, como los unionistas en Montenegro. Fijaron las reglas y a ellas deben atenerse. Pasados los primeros momentos poselectorales espero que lo reconozcan aunque, lógicamente, les cueste, sobre todo por una razón.
Porque estas elecciones certifican el error del catalanismo político dominante en Cataluña durante estos últimos 35 años y que ha desembocado en esta última fase declaradamente soberanista. Todo nacionalismo identitario, a la larga, conduce a reclamar la independencia. El nacionalismo catalán no es una excepción y sus primeros teóricos, por ejemplo, ya la tenían como objetivo final. Pero Prat era prudente, muy prudente, y tenía sentido de la realidad. No lo fueron Macià o Companys durante la República y así terminó la cosa.
También tuvieron sentido de la realidad quienes elaboraron el Estatuto de 1979. En cambio, desde el primer mandato de Jordi Pujol en 1980, la estrategia política de construcción nacional que se empezó a llevar a cabo estaba pensada para que en el momento más conveniente se intentara acceder a la independencia. Profundo error porque olvidó, como mínimo, cuatro aspectos nuevos respecto a la Cataluña de este catalanismo a comienzos de siglo XX.
El primer aspecto es el cambio demográfico debido a la intensa inmigración —para denominarla con un término impropio—, desde otras partes de España, entre los años 1950 y 1975. Unos nuevos catalanes, como les llamó Candel, con el castellano como lengua materna. Segundo aspecto, a principios de siglo XX buena parte de España era una sociedad económica, social y culturalmente bastante más atrasada que la catalana. Pero ello ya no era así en 1975, mucho menos en los años sucesivos: España había cambiado.
El poder está descentralizado, pero el conjunto de poderes necesita estar integrado
El tercer aspecto fue el surgimiento de una realidad económica y política nueva: la Comunidad Económica Europea, ahora Unión Europea. Sus Estados miembros, entre ellos España a partir de 1986, se transformaron profundamente, sus poderes disminuyeron, las competencias se fueron trasladando a las instituciones europeas, el Banco de España pasó a depender del Banco Central Europeo, la peseta se convirtió en euro. Asimismo, otros organismos internacionales, en especial la ONU, la OTAN y el Consejo de Europa, también provocaron cambios en las relaciones exteriores, defensa o derechos humanos. Los Estados occidentales pasaron de ser independientes a ser interdependientes. La independencia es vista hoy como un anacronismo, propio de antes de la II Guerra Mundial. El nacionalismo catalán sin enterarse.
Lo mismo sucede, y este es el cuarto aspecto, con la idea de federalismo. Desde principios del siglo XX hasta hoy, los Estados federales han cambiado radicalmente, sobre todo por las transformaciones experimentadas por el Estado mismo; de liberal ha pasado a social, de ser un poder muy reducido a operar en un amplio campo de nuevas actividades: enseñanza, sanidad, protección social, intervencionismo económico. La autonomía, el autogobierno de las partes federadas, sigue siendo un elemento básico, pero también lo son las relaciones intergubernamentales: colaboración, cooperación, coordinación. El poder político está descentralizado, pero el conjunto de poderes necesita también estar integrado para ser eficiente.
Todo esto no ha llegado a entenderlo nunca el nacionalismo catalán. Los sucesivos Gobiernos de la Generalitat tuvieron básicamente dos objetivos: crear un poder autonómico a semejanza de un pequeño Estado, con todos los atributos del mismo, y catalanizar a la sociedad, reforzar sus elementos identitarios con el objetivo de diferenciarlos al máximo del resto de españoles, ejerciendo la presión social necesaria para reducir su pluralidad y configurar una Cataluña homogénea.
Para ello se han utilizado todos los métodos: politizar la lengua, adoctrinar en los centros de enseñanza, convertir a los medios de comunicación públicos en escuelas de cómo debe comportarse un buen catalán, utilizar los deportes para avivar el enfrentamiento con el resto de España, imponer un modelo de lenguaje nacionalista, inventar tradiciones para contraponerlas a las costumbres españolas… A eso le llaman construcción nacional, crear una identidad colectiva catalana para así poder sostener que “somos diferentes”.
Es fácil resolver políticas bilingües y proteger la cultura que se expresa en la lengua minoritaria
En estos últimos años, la semilla sembrada en los años 80 ha empezado a dar frutos y la presión se ha redoblado para así dar, ya que España estaba atravesando una crisis, el golpe final: la independencia. “Hay que aprovechar esta ocasión, ahora o nunca”. A pesar de todo, así empezábamos este artículo, una mayoría, apretada pero mayoría, de ciudadanos de Cataluña dijeron no; no a la independencia.A la vista de todo ello, lo que se debería hacerse ahora es rebobinar, situarnos otra vez en el punto de partida, en los años 1977-1980. ¿Es distinta Cataluña del resto de España? Pues sí, aunque en pocas cosas, especialmente en una que comparte con Valencia y Baleares: se habla de forma habitual catalán además de castellano. Se trata de algo muy sencillo de resolver conforme a criterios de justicia: establecer políticas bilingües, catalán y castellano, y proteger la cultura que se expresa en la lengua minoritaria, el catalán. La Generalitat dispone de suficientes poderes para llevar a cabo actuaciones específicas que garanticen la libertad, igualdad y prosperidad económica. Este debería ser el programa del nuevo catalanismo político, un programa que no les será fácil llevar a cabo, de momento, a los viejos partidos nacionalistas, y cuya responsabilidad recae en los partidos estatales: el PSC, el PP, C's y Podemos.
Ya sé que a los nacionalistas este programa le parecerá propio de un “mal catalán”. La verdad es que si yo utilizara este término lo aplicaría a los independentistas, quienes para darse el gusto de separarse de España querrían ver a Cataluña también separada de la UE, aislada del mundo y en decadencia económica durante años. Yo me apunto a un catalanismo que aproveche el bilingüismo natural que se respira en la sociedad, que intervenga en la política española para aumentar la prosperidad general y que defienda una Cataluña como comunidad autónoma solidaria con todos. Quizás seré mal catalán, un término incomprensible, pero tendré la conciencia tranquila porque no habré vulnerado ni la libertad ni la igualdad que, conforme a la ley, deben regir en un Estado democrático las relaciones entre ciudadanos.
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