TIMOTHY GARTON ASH
¿Cuál es el mayor reto del próximo presidente de Estados Unidos? Qué hacer con China. La relación entre la superpotencia tradicional y la emergente es la principal cuestión geopolítica de nuestra época. Si Washington y Pekín no aciertan, probablemente habrá guerra en algún lugar de Asia en los próximos 10 años. La Rusia neoimperialista de Putin y la brutalidad del Estado Islámico son, en comparación, problemas medianos. Es imposible abordar el cambio climático y la economía mundial sin la cooperación de Estados Unidos y China. Y para ello, los dos partidos norteamericanos deben elaborar una estrategia global para los próximos 20 años, pero parecen incapaces de generar algo que no sea una frase jugosa para los próximos 20 minutos.
En el mar del Sur de China, Pekín ha convertido los corales sumergidos en islas artificiales, y está terminando una pista de 3.000 metros en una de ellas. Hace poco, el presidente Xi Jinping presidió un desfile militar gigantesco, al estilo del Kremlin, con Putin a su lado como invitado de honor.
China reclama un área inmensa de dicho mar y, para subrayarlo, ha embestido barcos de pesca filipinos y ha rozado un avión espía estadounidense. Estados Unidos ha dicho a sus aliados asiáticos que implantará patrullas para garantizar la libertad de navegación en torno a las islas en disputa. El mes pasado, cuando unos buques de guerra atravesaron aguas territoriales estadounidenses junto a las islas Aleutianas, los norteamericanos reaccionaron con calma y dijeron que el paso había sido “conforme al derecho internacional”. Es lo que se conoce como paso inocente. Veremos qué hace ahora China cuando los buques de Estados Unidos hagan un paso inocente por los corales. Barcos de guerra e islas en disputa: ¿en qué siglo estamos?
Xi mantiene el control de la presidencia, sin ninguna crisis interna inmediata. Pero el Partido Comunista Chino se enfrenta a una crisis de legitimidad a largo plazo. Desde hace años, esa legitimidad se la otorga un crecimiento económico impresionante, que ahora está disminuyendo. Dije hace ya un par de años que Xi está haciendo una gran apuesta leninista: que el partido único reforzado puede gestionar el desarrollo de una economía compleja y madura y satisfacer las expectativas de una sociedad cada vez más educada, informada y urbana. El burdo intento de las autoridades chinas de manipular las Bolsas hace unos meses no es muy prometedor.
Por supuesto, pueden mantener la situación controlada unos años, pero, como pasa siempre que se aplazan unas reformas necesarias, la crisis, cuando llegue, será mayor. De ser así, habría una fuerte tentación de jugar la baza nacionalista, quizá con una acción militar contra una de sus islas, al estilo de las Malvinas. Seguramente no sería un enfrentamiento directo con un aliado oficial de EE UU, pero el riesgo de errores y de escalada sería enorme. Con una opinión pública nacionalista e indignada en ambos países, ni el líder chino ni el estadounidense podrían permitirse perder, y los dos disponen de armas nucleares. No pretendo atemorizar porque sí; es una posibilidad que tienen muy presente los círculos militares, estratégicos y de inteligencia de Estados Unidos.
Como el rumbo de China dependerá sobre todo de fuerzas internas que Washington no puede controlar, EE UU necesita utilizar de forma racional y coherente todos los instrumentos a su disposición. Algo así como la doble vía adoptada por Occidente durante las dos últimas décadas de la Guerra Fría. Por un lado, a los chinos debe quedarles muy claro lo que EE UU va a aceptar. Lo contrario de lo que hizo Barack Obama en Siria: proclamar una línea roja y después dejar que Bachar el Asad la traspasara impunemente. Ahora no se trata de proclamaciones públicas, sino de dejar claro en privado, y más con hechos que con palabras, dónde está el límite.
Al mismo tiempo, Washington debe redoblar sus intentos de diálogo constructivo. Tiene que esforzarse en llegar a acuerdos sobre el cambio climático, la economía mundial y varias cuestiones geopolíticas como Corea del Norte y Siria. La relación debe apoyarse en los intensos lazos comerciales existentes. Hay ya extraordinarios intercambios personales, millones de chinos acomodados han estudiado, trabajado y vivido en Occidente. La estrategia deberá fijarse en coordinación con los principales aliados de EE UU., como Australia, Alemania y Reino Unido, que la semana que viene acogerá una visita de Estado del presidente Xi.
El experto en China Orville Schell sugiere que el próximo presidente norteamericano nombre a un enviado especial de alto nivel para China. En tono semiirónico añade que el candidato ideal de la presidenta Clinton sería su marido, dotado del prestigio, la experiencia y la habilidad negociadora de un expresidente. Marco Rubio podría ofrecerle el puesto a Jeb Bush, cuyo padre fue embajador en Pekín en 1974-1975 y cuyo hermano, George, mantuvo una buena relación con el país.
Por ahora, todo esto es un brindis al sol. Los candidatos republicanos hacen los comentarios más aleatorios y a veces absurdos sobre China. Con una mezcla de ignorancia y arrogancia, Donald Trump insinúa que el problema es que los dirigentes chinos no respetan a Obama. En cambio, si Xi se sentara a tomarse una cerveza con Trump, todo iría bien. ¿Y Hillary Clinton, la única candidata con seria experiencia en la cuestión? Esta semana dio un vuelco descarado a su postura sobre el, el gran acuerdo comercial con Asia del que, cuando era secretaria de Estado, dijo que era “el patrón oro de los acuerdos comerciales”. Su giro tiene unos motivos evidentemente oportunistas; recoger los votos demócratas de sindicatos y proteccionistas, que en la actualidad se inclinan por Bernie Sanders.
Esta es la tragedia de una política en la que tanto nos jugamos todos. EE UU cuenta con gente muy preparada, capaz de elaborar la gran estrategia bipartidista y multilateral necesaria para tratar con China. Pero, por desgracia, su forma de hacer política impide sostener esa estrategia. Variando ligeramente una famosa expresión del posible enviado especial para China Bill Clinton: es la política lo que es estúpido.
Timothy Garton Ash es profesor de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige el proyecto freespeechdebate.com, e investigador titular de la Hoover Institution, en la Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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