DENTRO Y FUERA
DANIEL INNERARITY
Cuando parece que todo el mundo se quiere ir de algún sitio, como los que acaban de presentar una propuesta para iniciar el proceso de creación de “un Estado catalán independiente en forma de república”, me atrevo a asegurar que estar dentro o fuera ya no es tan relevante, que en el fondo todos nos encontramos en una zona intermedia renegociando continuamente nuestras pertenencias. Y, además, lo interior y lo exterior son nociones relativas, aunque a veces alguien pueda forzar esta relatividad hasta lo grotesco, como aquel célebre titular de un periódico británico que informaba de una densa niebla en el Canal de la Mancha y concluía que el Continente se encontraba aislado.
Hay muchos que se quieren ir, de distintos sitios y por distintos motivos: británicos, franceses y griegos de la Unión Europea o del euro, catalanes y escoceses de sus Estados… Ahora bien, ¿qué significa irse? ¿Se va quien se va o también, paradójicamente, quien se queda? Irse no es posible, si entendemos esa operación como un corte limpio en el que uno recupera plenamente su identidad y soberanía, mientras aquello de lo que se ausenta sigue siendo lo que era. Nadie se queda completamente fuera o, al menos, esa separación no le devuelve la soberanía, ni le proporciona una inmunidad frente a todo contagio; y los que comparten espacios, proyectos y recursos, los que por así decirlo están dentro, no forman parte de eso común —a menos que hayamos renunciado completamente al ideal de autogobierno democrático— sin renegociar una y otra vez las ventajas y deberes que dicha pertenencia implica.
Digámoslo de una manera menos abstracta. ¿Qué pasa, por un lado, con los que se van? Empecemos por lo que pasó en Grecia. Pese a la retórica al uso, quien se va no recupera su soberanía; el referéndum no devuelve la voz al pueblo sino que le traspasa la responsabilidad. No es un ejercicio de soberanía sostenible sino un gesto que la teatraliza y después del cual el pueblo griego tiene todavía menos poder del que antes disponía.
Pasemos ahora a Gran Bretaña. Recuerdo haberle preguntado a Anthony Giddens, actual miembro de la Cámara de los Lores, qué pensaba del referéndum sobre la permanencia en la Unión y su irónica respuesta: ¿pero estamos dentro? Entre quienes defienden esa consulta, unos pocos lo hacen para salir; otros pocos, para quedarse, y la mayoría, para conseguir más ventajas a la hora de renegociar la permanencia. Hay quien utiliza este argumento, un tanto cínicamente, para desaconsejar la salida de Reino Unido: es mejor estar dentro de la Unión Europea e influir que estar fuera y seguir, no obstante, bajo su influencia.
Pensemos en eso que se ha dado en llamar “ampliaciones internas”, la posibilidad de que naciones sin Estado abandonen el Estado del que forman parte pero permanezcan en la Unión Europea: Escocia, Cataluña, Flandes... Los partidarios de la independencia de Escocia no cuestionaban ni la pertenencia a la monarquía británica, ni la libra como moneda común, ni la pertenencia a la UE, es decir, pretendían una situación que no es sustancialmente diferente de la actual. Además, de haber ganado el sí,se habría abierto un largo proceso de negociación del que resultaría un acomodamiento de las respectivas aspiraciones. Pero la mayor de las paradojas es que sin la participación de los escoceses, los británicos terminarían saliéndose de la Unión Europea.
Entrar y salir son operaciones que hacemos constantemente al redefinir la vida en común
¿Y qué pasa con los que se quedan, con el resto, tras un proceso de autodeterminación a nivel europeo o infraestatal? Pues fundamentalmente que ya no son exactamente lo que eran ni están donde estaban. El ejemplo británico muestra hasta qué punto podría uno sostener que los que se han ido han sido todos los demás, como con la anécdota de la niebla en el Canal: tendría más riesgos de quedarse fuera de la UE Inglaterra que Escocia. Una salida no deja intacto al resto abandonado. Buen testimonio de ello es el empeño de los países del euro por protegerse de las consecuencias que tendría un Grexit, por establecer cortafuegos y protegerse del contagio. Dicha estrategia obedece a que, tras la eventual salida de Grecia, el resto de la eurozona modificaría su situación y se haría más vulnerable. Se debilitaría el euro porque a partir de ese momento el euro sería una moneda de la que se puede salir. La lógica de los nuevos espacios políticos implica una conectividad de la es muy difícil sustraerse, tanto para quienes salen como para quienes se quedan.
En vez de pensar que las operaciones de entrar y salir son acontecimientos excepcionales, entenderíamos mejor lo que pasa si las concibiéramos como operaciones que estamos haciendo todos y continuamente en la medida en que redefinirnos las condiciones de la vida en común y la copertenencia. Hay quien desearía petrificar las actuales circunstancias (continuar con la lógica irreversible de la integración furtiva en el espacio europeo o apelar a marcos constitucionales supuestamente inapelables en el ámbito doméstico) y quien plantea abiertamente y sin demasiados matices la desintegración o la secesión, pero comprenderíamos mejor lo que pasa si nos atuviéramos al hecho de que la gran mayoría lo que pretende es mejorar su situación. No es tanto la salida lo que está en juego como las condiciones de la permanencia.
El pluralismo territorial vigente en Europa es una cristalización de ese forcejeo: tenemos el área de Schengen, la zona euro, todo el resto de la Unión, el Espacio Económico Europeo que permite a ciertos Estados que no forman parte de la Unión participar en su mercado interior, una multiplicidad de tratados bilaterales, integración diferenciada, cooperaciones reforzadas… Existen, además, las “pequeñas salidas”, los opt-outs, como por ejemplo, en relación con el Acuerdo de Schengen, roto unilateralmente por Dinamarca para reintroducir los controles fronterizos.
Si la distinción dentro/fuera, aun siendo real, no es tan tajante ni tan útil como pretenden los que lo tienen todo claro, entonces habrá que dar soluciones más sofisticadas a los problemas que nos plantea la convivencia política. Por supuesto que habrá siempre gente empeñada en exigir respuestas más nítidas que la realidad social a la que se refieren, que digas sí o no, que te vayas o te quedes, pero que si te quedas aceptes unas condiciones sobre las que ya no tienes capacidad de decisión. No son buenos tiempos para el matiz, la tan denostada ambigüedad, las terceras vías y los tonos grises, pese a que en el fondo todos sabemos que la vida política discurre siempre por esos derroteros, en la zona imprecisa entre el adentro y el afuera.
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco. Acaba de publicar el libro La política en tiempos de indignación (Galaxia-Gutenberg).
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