ALBERTO BARRERA T.
Hay alguna gente que, cada vez que puede, insiste en recordar que, hace años, firmé un remitido –junto con muchos otros– dándole la bienvenida a Fidel Castro a Venezuela. Fue cuando ocurrió la famosa “Coronación” de Carlos Andrés Pérez, cuando asumió su segunda presidencia, en 1989. Algunos, además, reclaman que yo –y los muchos otros– no hayamos pedido perdón públicamente, hincados de rodillas. También hay quienes siguen señalándonos como si hubiéramos cometido un delito por el que todavía no hemos sido castigados, como si tuviéramos una mancha imborrable en el paraíso virginal de todas las ideologías.
Me temo que esa vocación purista, siempre persecutoria, no tiene mucho sentido y nunca suele dar grandes resultados. Es como si los que no votamos por Chávez en su primera campaña nos lanzáramos ahora a organizar una cacería salvaje, tratando de exigirles pruebas drásticas de arrepentimiento a todos los venezolanos que se entusiasmaron con la ilusión de un cambio en 1998. Tengo amigos que, ese año, incluso, votaron por Chávez porque no se lo tomaron demasiado en serio. Porque les parecía una forma simpática de enredarles el juego a los adecos y a los copeyanos. Porque sentían que era bueno y saludable que en Venezuela se formara un desnalgue. ¿Qué hacemos con ellos? ¿También hay que llevarlos a la hoguera?
Navegar con esa lógica puede ser peligroso. Nadie queda a salvo. Ni siquiera todos los intocables que andan por la vida buscando pecadores. Ahí está el caso de Manuel Rosales, por ejemplo. ¿Qué pueden decir los puristas con respecto a él? ¿Por qué lo apoyaron? ¿Por qué se quedaron callados ante su evidente falta de formación política y de proyecto de país? ¿Por qué no dijeron nada cuando aparecieron todas las denuncias de corrupción en su contra? ¿Por qué tampoco ahora dicen nada, por qué no salen gritando: “¡Manuel, no! ¡Por favor! ¡No regreses! ¡No nos hagas ese daño!”?
La historia es confusa y compleja. Sigamos con Fidel. Pienso ahora en el papa Francisco. ¿Cómo se puede evaluar, en el contexto de su visita a Cuba, su reunión con el comandante? Es distinto tener 28 años y creer que un remitido puede cambiar el mundo, que ser el presidente o director general del Estado Vaticano y liderar una de las religiones más importantes del planeta. Cuando el papa Francisco aparece en una foto con Fidel Castro, la Iglesia católica está legitimando a un gobierno que lleva más de 50 años en el poder, a un gobierno que ejerce la represión y la censura, a un gobierno que ha encarcelado, torturado y asesinado a gente por pensar de un modo distinto. La mayoría de los ciudadanos, con esfuerzo, nos representamos a nosotros mismos. El papa tiene un deber actoral mucho mayor: supuestamente representa a Dios. ¿Y dónde carajo estaba Dios cuando Jorge Mario Bergoglio se tomó la foto con Fidel?
Finalmente, tal vez los hermanos Castro pasen a la historia como unos grandes talentos histriónicos que, a punta de ingenio y de farsa, sobrevivieron a sus crímenes y lograron ser los tiranos más queridos y tiernos de finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI. En su biografía del Che Guevara, Jon Lee Anderson relata la primera victoria de los rebeldes en la Sierra Maestra: un ardid, una simple puesta en escena, un engaño a un periodista gringo para que fuera y escribiera que los guerrilleros eran muchos e iban avanzando a paso de vencedores. Castro siempre supo que la mentira podía ser tan eficaz como las balas.
Fidel es hábil y la política exterior norteamericana suele ser muy torpe. Tardamos demasiado en entender que las injusticias de los gringos no hacen más justo al gobierno cubano. Y Fidel sigue ahí. Capaz de hacer cualquier cosa por no dejar el escenario. Es el mejor chulo de la historia. Es un showman sin fecha de caducidad. Jamás va a renunciar a su negocio. Ahora Mick Jagger y Sting se pelean para ver quién canta primero en La Habana. La revolución cubana sigue siendo una marca exitosa. Como quizás pensaría el viejo Marx: Fidel no existe. Solo es un fetiche. Un espejismo comercial.
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