ANIBAL ROMERO
Cuando Richard Nixon visitó China en 1972 el panorama geopolítico mundial lucía muy distinto al que ahora presenciamos. Sin duda existían turbulencia y conflictos, pero quizás no se percibía la sensación, hoy predominante, de absoluta ausencia de orden.
Para entonces Estados Unidos era claramente una potencia del status quo, empeñada en sostener un sistema internacional que en lo fundamental le favorecía, pero que a la vez se hallaba bajo el severo desafío de otra potencia para el momento en ascenso, la Unión Soviética. Con facilidad olvidamos que en esos tiempos la URSS avanzaba en casi todos los terrenos, acrecentaba el poderío de su arsenal nuclear, amenazaba a Europa, se aprestaba a expandirse aún más en Asia y el Medio Oriente, impulsaba la conversión de su marina de guerra en una fuerza temible, y a pesar de la fractura con China todavía comandaba un proyecto ideológico de alcance global.
Fue afortunado para Estados Unidos contar, en el marco de esa coyuntura, con dos personajes singulares encargados de conducir su política exterior. De un lado Nixon, quien compensaba sus defectos personales y políticos con la capacidad de entender aspectos esenciales del ajedrez internacional. De otro lado Henry Kissinger, quien proporcionó la sustancia intelectual y una visión estratégica, basadas en el estudio de la historia y en particular de dos períodos repletos de enseñanzas: el fin de las guerras napoleónicas –y en ese contexto el papel de estadistas de la categoría de Metternich y Castlereagh– y la unificación de Alemania por parte de Bismarck.
Nixon demostró especial agudeza al seleccionar a Kissinger como su principal consejero en materia de seguridad nacional, y Kissinger supo aplicar sus conocimientos y convicciones, madurados en un contexto académico, al exigente ámbito de las realidades prácticas de la política. Con extraordinaria perspicacia y notable audacia Nixon y Kissinger, enfrascados como estaban en medio del trauma de Vietnam y decididos a poner fin a la guerra en el sudeste asiático, preservando a la vez los pilares primordiales del poderío estadounidense, aprovecharon la oportunidad que ofrecía la escisión entre Moscú y Beijing, transformando con una certera maniobra el horizonte geopolítico imperante.
La ruta hacia Beijing se enlazó con los imperativos de la situación así como con la perspectiva histórica de Kissinger. Su análisis de la diplomacia de Metternich y Castlereagh le había mostrado que una potencia conservadora como Estados Unidos debe buscar el equilibrio, moviendo piezas en el ajedrez internacional con flexibilidad y sentido estratégico. Por otra parte, sus estudios sobre Bismarck le indicaban que una potencia del status quo se ve forzada a veces a realizar acciones transformadoras, pero que las mismas deben manejarse con criterio de moderación y un siempre dominante sentido de las proporciones.
Ciertamente, el problema táctico que Nixon y Kissinger enfrentaban era la guerra de Vietnam, pero el reto estratégico consistía en contener las ambiciones soviéticas sin acrecentar los peligros de una incontrolable agudización de las tensiones mundiales. Al acercarse a Beijing Nixon y Kissinger lograron, al mismo tiempo, restaurar el balance geopolítico presionando a la URSS desde su flanco chino, aumentar los incentivos de Moscú y Pekín para negociar con Washington y en contra de sus respectivos adversarios, y estimular a ambas potencias comunistas a ejercer su influencia sobre sus socios vietnamitas para poner fin a la guerra en términos admisibles a Washington, términos que Nixon y Kissinger definieron como “paz con honor”. El hecho de que este último objetivo finalmente no se lograse, en nada menoscaba la relevancia e impacto de la diplomacia concebida y ejecutada por el dueto Nixon-Kissinger, diplomacia que en verdad abarcó un espacio mucho más amplio.
Lo ya dicho me lleva a considerar la situación actual. Estados Unidos sigue siendo una potencia conservadora; la URSS ya no existe y en su lugar observamos a Rusia bajo Putin, una potencia que lejos de ser revolucionaria se encuentra en franca retirada, procurando salvaguardar su perímetro esencial de protección y defensa luego de 25 años de decadencia. China es hoy la potencia en ascenso, tanto económica como militarmente, con claras ambiciones hegemónicas en Asia. Ante tal panorama cabe preguntarse: ¿cómo debería actuar Washington?
Me parece obvio que la política de permanente hostigamiento hacia Moscú de parte de Estados Unidos ha sido y es un grave error. No me cabe duda de que Putin es un discípulo de Lenin (y por lo tanto de Maquiavelo) aunque ya no profese el comunismo, pero no estoy juzgando acá la condición moral de Vladimir Putin. Le considero como un patriota ruso que está intentando salvaguardar los intereses vitales de su país. En ese orden de ideas, interpreto el implacable avance de la OTAN hacia el este de Europa, el golpe de Estado que tuvo lugar en Ucrania, y la torpe y nefasta política de Obama en el Medio Oriente como severos errores estratégicos. Al defender su posición en Crimea y Siria, Moscú no sólo protege antiguos y sólidos intereses estratégicos, que incluyen bases navales cruciales en Crimea (Sebastopol) y Siria (Tartus), sino que envía un mensaje a sus adversarios tradicionales, alertándoles acerca de su conducta imprudente y por completo carente de sentido de las proporciones.
A lo anterior se suma el hecho, cada día más evidente, de que Occidente y la Rusia de Putin tienen un interés común en combatir y en lo posible eliminar las amenazas del radicalismo islámico. En esto Putin no se ha equivocado, y destaco que Hollande parece haber caído en cuenta de la importancia de Moscú en un tablero geopolítico diferente. En tal sentido, el apoyo de Washington a Turquía en torno al incidente del avión ruso derribado me parece otro acto imprudente y contraproducente, que revela de nuevo que Estados Unidos sigue enfrascado en una línea de provocación y hostigamiento hacia Rusia, en tiempos que por el contrario reclaman un acercamiento geopolítico con Moscú en función de la lucha contra el islamismo radical.
Todo ello sin perder de vista que China es ahora la potencia en ascenso, ambiciosa, en diversos aspectos vulnerable, orgullosa y a la vez susceptible, propensa a cometer peligrosos deslices en su camino hacia la hegemonía asiática y la presencia global. ¿No es acaso oportuno para Washington considerar una maniobra similar, pero con otras metas, a la ejecutada por Nixon y Kissinger en su momento? Desde luego, sin hacerse ilusiones, sin confundir la estrategia con la ética, sin otorgar a Putin otra cosa que el respeto a los intereses vitales de Moscú.
¿No convendría acaso consultar a Kissinger al respecto? Lo digo metafóricamente por supuesto, aunque no dudo que el ya anciano personaje conserva su lucidez. Hace falta un Kissinger en el Washington de Obama, tan mediocremente entregado al único propósito de no cometer errores. Quizás ello esté bien para un individuo, pero para una gran potencia centrarse en el exclusivo objetivo de jamás errar equivale a una receta para la confusión y la parálisis.
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