He escrito con anterioridad y sin prisas sobre el retrato del Libertador hecho por el pintor peruano José Gil de Castro. Debido a la actualidad del tema, vuelvo a esas viejas letras para que el asunto no se reduzca a los sucesos de la AN en los cuales se ha visto envuelta la obra en estos días de mudanzas prometedoras y de escándalos sin fundamento.
En 1825, José Gil de Castro recoge para la posteridad la efigie del héroe. Simón Bolívar ha cumplido 42 años y ahora, gracias a las veleidades del pincel, pierde el color moreno de la piel que le han proporcionado las tortuosas jornadas de trabajo en llanuras y sierras, las arrugas, los signos de las enfermedades que lo han acorralado, los indicios de agobio físico y la tosquedad de una cabellera cuya tersura se sugiere en la prolongación de sus orillas hacia la extremidad de la frente, al estilo de las imágenes de los Césares, tal vez tejida con delicadeza por la amante o por la destreza de los pajes.
Despejado el rostro por la ausencia de bigotes, por el esmero en el cuidado de la barba y por la desaparición de cualquier aspereza; sin condecoraciones la pechera y solo con los bordados imprescindibles en un uniforme de alto escalafón, las botas de desfile pisando las baldosas de un palacio, no se aprecia como un guerrero en la cúspide, sino como encarnación de una modernidad liberal de talante hispanoamericano, híbrido de civismo y espada, aunque también de postura aristocrática y republicana insinuación.
El modelo queda subyugado por el lienzo y ordena su reproducción, pues el artista logra una composición de la cual mana la majestad de una figura en actitud capaz de remitir a los orígenes de señor de la tierra pero, igualmente, a la pasta de pionero de una magistratura de nuevo cuño que desafía sin jactancia a los espectadores. Es “un retrato mío hecho en Lima con la más grande exactitud y semejanza”, afirma.
Es mucho lo que muestra una obra de esta especie, pero también encubre y disimula diversas cosas. Nada relacionado directamente con la guerra se expresa en ella, ningún nexo con la sangre derramada desde la década anterior, pero abunda en detalles a través de los cuales puede advertir el visitante de la galería, si pone atención, la existencia de un personaje poderoso a quien conviene asomar apenas una porción de sus potestades, un pedazo de su voluntad y de las metas procuradas a través de su ejercicio, para que nadie lo confunda con los hombres de presa que pululan en el ambiente ni con los barones del antiguo régimen de cuya raíz viene.
No es ni lo uno ni lo otro por la influencia de su cultura y por el vínculo establecido poco a poco con el cambiante pueblo que, tal vez a palos, antes era monárquico y ahora es patriótico. Sin embargo, puede mirarse en los dos espejos para sentir que reflejan con pasmosa fidelidad algunos de sus rasgos. No deja de mostrar su mantuanaje, pero sin pelucas empolvadas ni encajes exagerados. No se exhibe como los prototipos tomados de la iconografía colonial, colmados de melindres antiguos que chocan con la moda de los ilustrados, sino como quien está a punto de destruir a los agotados Borbones sin parecerse a un llanero desenfrenado ni a un oficial de medio pelo. Una explicable capa de maquillaje lo presenta como él quiere que lo vean, pero la realidad se ocupa de borrar el carmín para precipitarlo hacia los extremos en cuyo espacio no quiere detenerse sino un poco, con el objeto de eludir diagnósticos peliagudos. Sobre tales extremos se sostiene una pintura de merecida celebridad, que llama la atención en nuestros días.
Quizá Chávez advirtiera esos extremos para llegar a uno de esos diagnósticos peliagudos que aconsejaba un retoque obligatorio, una flamante puesta en escena concordante con los propósitos del “socialismo bolivariano”, una estampa que superara la clásica de 1825 que tanto satisfizo al modelo. De allí la fragua de un rostro que en nada se parece a la imagen del triunfador del Perú, ni a diversos retratos de la época que lo guardaron para el futuro desde cuando era el niño Simoncito de cabellos rubios y fina indumentaria. La burda caricatura que en días pasados fue echada de la AN no se compara con el extraordinario trabajo de Photoshop que hizo José Gil de Castro en un palacio de Lima.
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