Trino Márquez
La desesperación a la que ha
llevado el chavismo a los venezolanos, ha hecho que se coloquen en la nueva
mayoría de la Asamblea Nacional todas las esperanzas de cambio. Percepción
comprensible pero a la vez inexacta. El Gobierno Nacional, de forma taimada, ha
jugado con esa esperanza de transformación. Maduro ha dicho: “vieron que se
equivocaron quienes no votaron por la Revolución; las colas no han desaparecido; los diputados
opositores son unos farsantes, los engañaron”. El tiempo de la gente no
coincide con el de los historiadores o con el de las etapas geológicas. Los
ciudadanos reclaman soluciones rápidas. La inmediatez forma parte de las
exigencias ciudadanas.
El
brillante discurso de Henry Ramos Allup en la instalación de la AN puso las
cosas en su sitio. No jugó con las ilusiones de los venezolanos. No fue una
intervención mesiánica ni demagógica. La AN no es un contrapoder ni pretende
sustituir al Ejecutivo en las competencias exclusivas e intransferibles que el gobierno
chavista posee. La cohabitación entre el Ejecutivo Nacional y el Parlamento surgido
a partir del 5-E no es similar a la que se da, por ejemplo en Francia, cuando
el Presidente de la República pertenece a un partido y el Primer Ministro a
otro. En el caso francés, ambas figuras manejan recursos financieros y tienen
atribuciones constitucionales sobre sectores de la administración pública. En
Venezuela no ocurre lo mismo. Las facultades de la AN se circunscriben al
ámbito legislativo y de control sobre las actuaciones de los otros poderes
públicos, especialmente el Ejecutivo.
Es al
Presidente de la República y a su equipo de gobierno —integrado por los ministros, presidentes
de las empresas públicas y directores de entes descentralizados, entre otros
funcionarios— a quienes corresponde definir, diseñar y ejecutar los planes y las
políticas públicas. El presidente Maduro está investido de la autoridad
constitucional para designar a todos sus colaboradores más importantes e
instruirlos para que lleven adelante los proyectos que él considere
convenientes. Esta prerrogativa presidencial se mantendrá aunque la mayoría de
la AN sea opositora. En estricto sentido, por lo tanto, la oposición no cogobernará
con Nicolás Maduro y con el PSUV. Lo máximo que puede y debe hacer la AN es
proponer leyes que mejoren la situación económica y social del país y que
rescaten la institucionalidad. La aplicación de esos instrumentos jurídicos
depende de la acción del Gobierno Nacional. Por ejemplo, la Ley Marco para el
Incremento de la Productividad, anunciada por la MUD, podría ser sancionada por
la Asamblea, pero su materialización solo puede ser efectiva si el Ejecutivo se
decide a aplicarla. Su materialización requiere un acuerdo con este para que se
pongan en movimiento los recursos financieros y los instrumentos legales que la
hagan posible. Acuerdo que no va a respaldar. Aún más: tendremos una Asamblea
Nacional acosada por el Ejecutivo.
La
hostilidad demostrada por la cúpula chavista contra los diputados de la MUD evidencia
que tal concertación entre el Ejecutivo y el Legislativo no será posible. La élite
del chavismo está promoviendo el enfrentamiento entre los poderes públicos, con
tres protagonistas: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. La alternativa —la
prefiguró Ramos Allup— se reduce a dejar
que el Gobierno Nacional continúe con sus planes y que la AN se dedique a
exigir la rendición de cuentas a Maduro, sus ministros y colaboradores, y a someter
a control un poder delegado, como es el Judicial. Por esta labor fiscalizadora
y contralora será evaluada la bancada opositora.
Los diputados democráticos no se convirtieron
en ministros alternos, ni Ramos Allup es el otro presidente de la República. A
la oposición no le conviene crear una imagen distorsionada de sus posibilidades.
La frustración podría arrastrarla y en vez de aparecer como opción de poder
frente a la incompetencia oficial, podría ser víctima del desencanto de una
gente a la que se le vendió el sueño de que todo podía mejorar por arte de
magia a partir del 5-E.
@trinomarquezc
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