EL PAÍS, EDITORIAL
15 de Marzo de 2016
El hecho de que cientos de miles de brasileños se echaran el domingo a las calles de más de 200 ciudades del país para protestar contra la presidenta, Dilma Rousseff, da muestra de la gravedad de la crisis institucional que atraviesa Brasil y de la urgencia de buscar una solución que evite los atajos.
La situación es muy grave. Brasil se encuentra sumido en una especie de tormenta perfecta en la que se combinan tres factores: por un lado, una cascada de escándalos de corrupción, el mayor de los cuales afecta a la principal petrolera del país y llega a salpicar a la emblemática figura del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva; en segundo lugar, un Congreso inoperante debido a la fragmentación y empecinado en destituir a la jefa del Estado —una solución prevista en la ley como recurso ante delitos probados pero nunca como arma política, como está sucediendo— y, finalmente, una crisis económica cuya salida no se vislumbra precisamente por la parálisis política y que amenaza con llevarse por delante los innegables progresos de bienestar alcanzados durante la presidencia de Lula.
Por ello es más que comprensible el malestar ciudadano que está alcanzando nuevas cuotas ante las revelaciones que se conocen a diario. El rastro de corrupción que los pagos de Petrobras están dejando en todos los estamentos ha multiplicado el descontento que ya llevó a miles de personas indignadas a las calles en 2013. Y no conviene ignorarlo. Son muchos los que recuerdan palabras felices pronunciadas en los días resplandecientes de la economía brasileña que ahora se descubren con un nuevo y amargo significado. Sin ir más lejos, Lula —para quien la Fiscalía pide el encarcelamiento— solía pronunciar una frase que se ha convertido en un boomerang: “Petrobras es Brasil y Brasil es Petrobras”.
Y aunque es cierto que Rousseff atraviesa un momento de popularidad bajísimo, con apenas un 11% de apoyo, y que tiene abierto un proceso de destitución en el Congreso, es imprescindible no perder algunos puntos de referencia. El primero es que, hasta el momento, ninguna investigación ha aportado prueba alguna de que la jefa del Estado esté implicada directamente en el escándalo de Petrobras. El segundo es que el Congreso debe respetar el resultado de las elecciones del año pasado y renunciar al irresponsable uso del impeachment como arma. El tercero es que la judicialización de la política es una vía que debe ser abandonada, porque puede conducir a los brasileños a una polarización y una crispación que son ajenas a sus hábitos políticos.
Los partidos deben ser conscientes del inmenso desafío institucional y económico al que se enfrenta el país y renunciar a la tentación del cortoplacismo táctico. Es hora de que todos asuman su responsabilidad: los culpables, la de pagar por los delitos cometidos; los demás la de trabajar por un Brasil que hasta hace poco ha sido un ejemplo de éxito.
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