Yoani Sánchez
Nos quedamos sin escuchar a Michael Jackson y a Whitney Houston en los escenarios nacionales. Freddie Mercury se murió sin tocar en La Habana y para cuando The Beatles dejaron de existir, éramos un país donde escuchar música en inglés se consideraba diversionismo ideológico. Seguimos la carrera de Elvis Presley desde la distancia y la carismática Amy Winehouse le dio un portazo a la vida sin pisar esta Isla. Sin embargo, ahora estamos a punto de recuperar parte de lo perdido: la emblemática bocaza de Mick Jagger está aquí, el eterno joven de The Rolling Stones ha llegado.
Mientras los analistas se debaten para hallar las señales del cambio cubano en la escena política o diplomática, las transformaciones son caprichosas y van por otro lado. Este país no va a convertirse en una nueva nación porque lo haya visitado John Kerry, tampoco por la tercera visita de un papa en menos de dos décadas. Pero Cuba sí cambia cuando gente como este rockero británico, ícono de la buena música y de la más absoluta irreverencia, aterriza en La Habana.
El vocalista, de 72 años, ha dejado a su paso por las calles habaneras una estela de incredulidad y corazones palpitantes. No es, hay que reconocerlo, la algarabía que Beyoncé o Rihanna provocaron con sus escapadas hacia este parque temático del pasado, pero lo de Jagger tiene connotaciones más profundas. Para varias generaciones de cubanos él representa lo prohibido, una actitud ante la vida que nos estuvo negada por el obsesivo control policial.
Para un sistema político que intentó formar el "hombre nuevo", con un espíritu espartano, "correcto" y obediente, este flaco de vida convulsa significaba el anti modelo, lo que no debíamos imitar. Sin embargo, el hombre de laboratorio que pregonaban los manuales pedagógicos no se logró... y Mick Jagger le ganó la batalla al prototipo de muchacho militante, de pelo bien cortado y dispuesto a denunciar a sus propios familiares.
Una amiga, cercana a los setenta, ha salido este domingo a la calle con la energía de una quinceañera. "¿Dónde está?", le preguntaba al custodio del Hotel Santa Isabel, por donde la prensa oficial dijo que había pasado el ídolo de su juventud, pero el hombre no dio detalles. Como una colegiala obsesionada, recorrió las calles alrededor del alojamiento mirando hacia todas las ventanas, a ver si veía la delgada figura del líder de The Rolling Stones.
La señora no tuvo ninguna de esas reacciones por el secretario de Estado norteamericano, ni siquiera ante el obispo de Roma. Para ella todas esas visitas encumbradas estaban en el rango de lo posible, de lo que ya no le sorprende ni conmueve. Pero Jagger... Jagger es otra cosa. "No me quiero morir sin verlo", me dijo por teléfono, con la convicción de quien no tolerará salir de este mundo sin "cerrar una época", ponerle punto final a sus "mejores años", aseguró.
Mi amiga me ha contagiado un poco, debo confesarlo. Ninguna homilía en la Plaza de la Revolución, ni discurso para inaugurar una embajada me había provocado este salto en el estómago, esta repentina sensación de estar viviendo días históricos. Un nerviosismo que durará hasta que vea a la mítica banda británica tocar el próximo mes de marzo en el estadio Latinoamericano, frente a una multitud que tratará de recuperar los años perdidos.
Jagger es mucho más que una leyenda viva del rock and roll, como lo presentan los medios. Este flaco todo boca, todo energía, todo vida, encarna un tiempo que nos arrebataron, una existencia que pudimos tener y nos quitaron.
Qué pena me da con los analistas políticos: no saben que la Cuba futura podría comenzar con The Rolling Stones en La Habana
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