EN EL NOMBRE DEL PUEBLO
ELIAS PINO ITURRIETA
Maduro y los líderes del PSUV no se cansan de hablar en nombre del pueblo. La insistencia no deja de ser curiosa, si consideramos la paliza que se llevaron en las elecciones parlamentarias. Cerca de 8 millones de votos salidos del pueblo calificado para votar mostraron un rechazo sin paliativos frente a la política del régimen, pero los derrotados acuden a su supuesto papel de ungidos por el respaldo de la mayoría de los venezolanos para justificar las medidas que toman desde las alturas y para aferrarse al poder que los ciudadanos le han reducido casi hasta su mínima expresión a punta de sufragios. Estamos ante un desconocimiento de la realidad, que no debe pasar inadvertido.
El primer partido que se atrevió a erigirse como representación popular en la historia contemporánea fue AD. Se anunció como “El partido del pueblo” y, especialmente en sus orígenes, no dejó de mostrar la tarjeta que lo anunciaba como tal. En realidad no exageraba, sobre todo en los comienzos de su gesta, si juzgamos por el entusiasmo que provocó en 1945 al derrocar a Medina Angarita y por el triunfo arrollador de Rómulo Gallegos, su candidato presidencial. Pero esa proclamación, aparte de encontrar apoyo en una realidad evidente, provocó la primera desviación de trascendencia en la política de nuestros días, algo que en el futuro los adecos debieron matizar mientras se afirmaban otras organizaciones que no dudaron en anunciar que también eran voceros de todos los venezolanos, o de una parte considerable de ellos.
En el llamado “trienio adeco”, cuando divulgaron la consigna que los proclamaba como “El partido del pueblo”, los líderes de la bandería cometieron el primer pecado que les cobraría la sociedad, o un fragmento importante de ella. No solo hicieron publicidad en torno a su calidad de voceros mayoritarios de un país que miraba hacia horizontes prometedores, sino que también actuaron como monopolizadores de lo que, según los intereses y las convicciones de una cúpula, quería el pueblo de entonces. AD asumió el papel de traductor único de las necesidades de la ciudadanía, de lector solitario de lo que supuestamente deseaban las mayorías de la población, para empeñarse en el establecimiento de una versión unilateral de las acciones del gobierno frente a lo que pensaban otras organizaciones que buscaban el poder después de la caída del posgomecismo. Solo lo que proponían los adecos tenía sentido, por consiguiente, eran la voz exclusiva y excluyente del pueblo. Los otros partidos estaban equivocados, o querían pescar en río revuelto. Si había un “partido del pueblo”, los otros no lo eran o actuaban de manera sospechosa, en el mejor de los casos.
El octubrismo fue un proceso de logros indiscutibles, de avances hacia una sociedad moderna y justa, pero marchó hacia el abismo debido al sectarismo que provocó la soberbia de considerarse sus líderes como voceros intocables de la sociedad. Tal conducta orientada a la sobreestimación de un solo partido y al desprecio del resto provocó escandalosos sabotajes de las aglomeraciones de la oposición, ataques ventajistas contra los hombres públicos que eran adversarios del proceso, insultos inciviles en todos los rincones del país y desprecios de la compañía militar que habían aceptado antes sin vacilación, para que el gozo se fuera al pozo en cuestión de tres años sin que el pueblo saliera en la defensa de sus traductores y benefactores.
Lo que AD hizo en esos tiempos contando con el pueblo como arroz, lo hacen hoy Maduro y los “bolivarianos” cuando apenas tienen gente a cuentagotas. Pese al descalabro electoral de diciembre, al rechazo creciente que se advierte en las encuestas y a la incomodidad provocada por las necesidades insatisfechas de la sociedad, imposible de ocultar, insisten en decir que gobiernan en el nombre del pueblo y que por él se mantendrán en el poder a cualquier costo. Los adecos se dieron cuenta de la arrogancia del trienio para volver por sus fueros después de convenientes moderaciones, luego de confesar de manera soterrada que lo del “partido del pueblo” era un cliché que se podía guardar en las gavetas del CEN, pero los mandones de la actualidad se aferran a una ficción insostenible.
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