La obligación de la verdad
FERNANDO REY
Como constitucionalista interino en tareas políticas (me apunto a la autodefinición de Ortega como diputado por León en las Cortes republicanas: “transeúnte de la política”), no tengo más remedio que contrastar cada día mis teorías adquiridas en libros y aulas con la realidad de gobierno. El ejercicio es apasionante pero difícil porque descubro que no pocas de las ideas que me parecían incontestables no son sino un envoltorio de relatos mitológicos; no son ideas, sino ideología, es decir, el mapa de una realidad conflictiva que se dibuja no desde las coordenadas reales de cómo funcionan las cosas, sino de cómo algunos imaginan que sería deseable que lo hicieran.
Recuerdo las agudas reflexiones de Ortega sobre la búsqueda de la verdad en El espectador. De todas las enseñanzas que la vida me ha proporcionado, escribió Ortega, “la más acerba, inquietante e irritante para mí ha sido convencerme de que la especie menos frecuente sobre la Tierra es la de los hombres veraces”. Y constataba: “No he hallado en derredor sino políticos, gentes a quienes no interesa ver el mundo como él es, dispuestas a usar de las cosas como les conviene. Política se hace en las academias y en las escuelas, en el libro de versos y en el libro de Historia, en el gesto rígido del hombre moral y en el gesto frívolo del libertino, en el salón de las damas y en la celda del monje. Hace falta afirmarse de nuevo en la obligación de la verdad, en el derecho de la verdad”. Por supuesto, ese deseo de la verdad no asegura su éxito en quien lo alega. Es posible que solo quien dude seriamente y no solo a efectos retóricos de sus propias “verdades” está en condiciones de acceder a la verdad íntima de las cosas, y siempre de modo precario. Joubert dijo que hay que presumir de ser razonable, pero no de tener razón.
Todo esto viene a cuento porque me parece que lo peor de nuestro estancamiento político actual no proviene de la dificultad concreta de formar Gobierno, sino que trae causa de un problema mayor y anterior de ética pública, un problema de actitud, estilo y formas. No alcanzar un acuerdo sobre quién debe gobernar no es la causa de la enfermedad, sino tan solo uno de sus síntomas más mordicantes. Me atrevería a resumir el problema en la dificultad de nuestros actores políticos para conjugar un “nosotros” que abarque de modo creíble a toda la ciudadanía. Por el contrario, a la mayoría solo parece importarle “los nuestros” y “lo nuestro”.
Una aspiración a la unidad total es incompatible con la idea democrática
Los nuestros. Obviamente, “partido” es lo opuesto a “entero”. El proceso político es impensable sin posiciones diferentes porque debe reflejar el pluralismo social. Una aspiración a la unidad total, incluso en momentos críticos como el presente, es imposible e incompatible con la idea democrática, que solo avanza desde el conflicto derivado del pluralismo, o, mejor dicho, desde la resolución pacífica y dialogada de ese conflicto. Los partidos expresan un “nosotros” diferente a “los otros”. Pero en nuestro país ese “los nuestros” está alcanzando una densidad paroxística y las cúpulas de los partidos corren el riesgo de convertirse en sectas especializadas en asaltar el poder y mantenerse en él. Los ciudadanos, e incluso los militantes de base, asistimos atónitos e impotentes (ya que luego se nos permitirá elegir solo a quienes hayan resultado vencedores) a las luchas de clanes dentro de los partidos, eso sí, envueltas en toda una justificación retórica sobre no sé qué elevados ideales. Postulan un “nosotros” limitado a los que forman parte de la tribu, a “los nuestros”. El tono sectario se agrava aún más en el caso de los populistas (que parten de una presunción de culpabilidad moral de todos los que no son como ellos) y de los independentistas (cuyo discurso opone, casi genéticamente, a unos españoles frente a otros).
Lo nuestro. El paupérrimo equipaje ideológico de nuestros partidos solo les sirve a sus élites para disfrazar con un aura de respetabilidad su ansia de poder. Solo se habla de “lo nuestro” para legitimarse ante “los nuestros”. El resultado es el argumentario previsible, políticamente correcto (incluso cuando es incorrecto) y pobre de costumbre. La única verdad que importa es la electoral. No dejemos que la realidad estropee nuestros prejuicios. Los intelectuales han huido de los partidos: ya solo hay expertos en comunicación. El parlamento real, el que está en los platós de las televisiones, y los otros, los formales, sirven para teatralizar las discrepancias según un guion prefijado. Lo único que interesa es asaltar el poder, pero ¿cómo podría hacerse con éxito si hubiera que explicar a la ciudadanía que, por causas nacionales e internacionales que nos superan ampliamente, tenemos que reducir drásticamente las cuentas o que, por ejemplo, la sanidad y la Seguridad Social no son sostenibles sin cambios?
Los intelectuales han huido de los partidos: ya sólo hay expertos en comunicación
Como miembro de un Ejecutivo regional, por cierto, bien riguroso en el manejo de los dineros públicos, me preocupa y mucho la creciente esquizofrenia entre el discurso de la realidad económica, tan crudo y restrictivo aún, y el discurso político de la extensión ilimitada de los derechos, tan halagador para el electorado y tan deseable como imposible. En contra de la demagogia partidista, el dinero no se reproduce por esporas; no va a haber más dinero a corto plazo; no podemos negarnos a pagar a nuestros acreedores (ya no cuela hacerse un Tsipras); el dinero que va para una cosa y para alguien hay que detraerlo de otra y de otros destinatarios; no es fácil distribuirlo consensuadamente entre las comunidades; y la idea de despojar a los ricos para repartir a los pobres y de esa manera solucionar todos los problemas funciona mejor en el bosque de Sherwood que en un país real.
Evidentemente, hay que embridar a los que se están haciendo salvajemente ricos con la crisis y hay que revertir el crecimiento de las desigualdades, pero con enfoques menos simplistas y anticuados. Como también es una obligación de la verdad, en contra de la otra gran demagogia partidista (que, de nuevo, tan solo oculta el ansia por mantenerse en el poder), observar que no cabe la independencia de un territorio de una manera tan sencilla y amable como la que se propone, y, mucho menos, si es de manera unilateral. La política es más que nunca una lucha de intereses (la defensa de “lo nuestro” para “los nuestros”) que se camufla como una lucha de ideales (de igualdad, de nación, etcétera). Nuestros partidos tienen graves dificultades para construir un discurso serio sobre un “nosotros” nacional. El problema no es ya solo tener Gobierno, sino cumplir o no con la obligación de la verdad.
Fernando Rey es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Valladolid y consejero de Educación de Castilla y León.
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