Un capitalismo sin alternativa
Ignacio Sotelo
Desde la caída de la Unión Soviética, va a hacer ya un cuarto de siglo, y desaparecidos prácticamente los sistemas de producción tradicionales, el capitalismo se ha universalizado sin que se divise una alternativa. La sedicente China comunista es ya un país capitalista, aunque manejado desde el poder concentrado en el partido.
Desde el capitalismo comercial que se consolida en el siglo XIV, pasando por el industrial que comienza a finales del XVIII, hasta el financiero que con carácter dominante avanza desde los años 80 del siglo pasado, la novedad consiste —aunque no se haya recalcado lo suficiente— en que el capitalismo en esta última etapa no se enfrenta ya a un orden socioeconómico alternativo, como en la pasada centuria lo hiciera al socialismo. Ni siquiera a uno en su forma socialdemócrata menos drástica, convertida ya en el capitalismo de nuestro tiempo.
En un mundo globalizado —al menos en el futuro que cabe atisbar—, pocos dudan de que el capitalismo no sea nuestro único destino. Afirmar que navegamos en un barco del que ya no cabe bajarse parece algo tan obvio como trivial. No tanto porque hayan menguado los inconvenientes que le atribuimos: el mayor, la enorme desigualdad social que lleva en su entraña; ni porque sean menos atractivas sus ventajas, la principal, la enorme dinámica productiva que pone en marcha.
Desde los que detentan el poder, la idea fuerza es proclamar el bien común como el vínculo que une a todos los miembros de una comunidad política organizada. Si la nave es la vieja metáfora del Estado, todos navegamos en el mismo barco. En cambio, para los que aspiran a conquistarlo, es indispensable distinguir entre los que lo poseen y los que lo pretenden.
Qué quiere decir entonces izquierda, si se define, o al menos se definía, por aspirar a un nuevo orden social más igualitario y justo; y hoy muchos coinciden en que dentro del orden establecido cabría alcanzar esta meta por la vía democrática. Al dejar de confrontarse como dos órdenes socioeconómicos opuestos, los conceptos de izquierda y de derecha han perdido gran parte de su sentido, aunque con matices ideológicos propios cada una aún retenga a un público fiel.
Lo más llamativo es que tomar conciencia de ello no ha modificado el comportamiento ni el lenguaje político, necesitados ambos de contraponer ellos a nosotros; si se quiere, rememorando a Carl Schmitt, el enemigo al aliado. En cuanto lo político se define como lucha por el poder, implica siempre una contienda entre bandos enemistados.
En el marco en que se daba por supuesto que el capitalismo se contraponía al socialismo, la lucha quedaba planteada entre los defensores-beneficiarios del orden socioeconómico establecido y los que pretendían sustituirlo por otro que se ajustase mejor a sus intereses.
Ahora bien, desde la percepción hoy mayoritaria, el socialismo se muestra tan difuso como poco atractivo. De hecho, se ha evaporado como alternativa deseable, y con ella se ha desmoronado la anterior construcción ideológica, montada sobre las ventajas de uno y otro sistema.
Antes se aspiraba al poder para defender, o para sustituir, el orden socioeconómico vigente. Pero cuando se ha aceptado el capitalismo como un destino ineludible, el combate no reside ya en sustituirlo, sino en conquistarlo. Permanece la lucha entre la minoría que lo detenta y la mayoría que aspira al poder —es un combate inacabable—, pero se ha desplomado la anterior construcción ideológica, montada en la oposición capitalismo-socialismo y en sopesar las ventajas de un sistema u otro.
¿En qué argumentos se ha de apoyar entonces la actual pretensión de alcanzar el poder? ¿Desde qué postulados y con qué objetivos una mayoría organizada disputa el poder a los que lo detentan?
La dificultad radica en que todos los contendientes acuden a los mismos argumentos, aunque modulando mejor o peor sus aspectos más demagógicos. El empeño es encontrar algunos que les sean propios, pero todos pasan por enfrentar la mayoría —que representarían ellos— a la minoría en el poder.
Desprendida de su raíz capitalista, la cúpula del poder político, social y económico queda desvirtuada. Resulta difícil identificar a los de arriba, la casta, sin vincularla al sistema socioeconómico vigente. Pero es exactamente lo que ocurre cuando se asume el capitalismo como un factor permanente, definitivo y, por tanto, se deja de tomar en consideración.
La antigua estructura en clases sociales se comprime en una mayoría, como si formara un solo bloque, gente, cuando, en realidad, sucede lo contrario: las clases han perdido consistencia, pero por haber sido pulverizadas en grupos sociales tan variados como poco homogéneos. Una parte creciente de la población queda aislada, desintegrada, difícilmente recuperable para un movimiento político unitario.
En este contexto, los partidos tradicionales —mucho más evidente en la izquierda que en la derecha— han perdido buena parte de su base social, multiplicándose el número de fracciones políticas, con la consiguiente fragilidad institucional. Fraccionamiento social que conlleva el político, que a su vez repercute en la débil estabilidad institucional.
Si a esta coyuntura política vinculamos la infraestructura socioeconómica, tan diversa según las regiones y con una congénita debilidad ocupacional —una tasa alta de desempleo es el primer rasgo de nuestra estructura productiva— y añadimos el bajo nivel cultural de nuestra población, que se perpetúa con un sistema educativo harto deficiente en sus tres niveles de la enseñanza (primaria, secundaria y universitaria) es difícil avanzar un pronóstico demasiado optimista; pese a algunos factores, como nuestra situación geográfica entre dos continentes y el mar Mediterráneo y el océano Atlántico, con un clima, unas costas y una red hotelera que permiten augurar un futuro brillante a la industria turística, máxime cuando nuestros competidores (Túnez, Egipto, Turquía) se enfrentan a graves problemas internos.
Nuestra pertenencia a la Unión Europea, aunque cada vez más decepcionante, permite, sin embargo, abrigar esperanzas a mediano plazo, así como otros factores coyunturales, como el bajo precio del petróleo o el incremento de nuestras exportaciones.
Pero el factor decisivo es la capacidad que tenga la sociedad española de conducir el proceso, aprovechando los factores externos que en un sentido o en otro, según como se traten, o dejen de hacerlo, son siempre retos que nos abren nuevas posibilidades. Ahora bien, son tantos y tan distintos que cualquier pronóstico resulta harto arriesgado. El lenguaje de los políticos es aventurar un futuro dichoso si se les hace caso. Callar la respuesta de los prudentes, a la vez que animar a no permanecer ociosos, porque no hacer nada suele ser el peor de los comportamientos.
Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología.
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