domingo, 8 de mayo de 2016

EL POETA Y EL GENERAL

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                      TULIO HERNANDEZ

No hay nada más peligroso y triste, recurrente en la historia de América Latina, que un general o un teniente coronel ignorantón y hambriento de poder.
Ni nada más peligroso para ese general, y sus asociados, que un poeta lúcido. Pero eso sí, debemos recordar que ni todos los generales han sido abusadores del poder, ni todos los poetas, lúcidos. El oficio de militar no es una condena. Ni el de poeta una absolución.
De poetas malos, y uno que otro tramposillo que haya puesto sus versos al servicio de algún general cruel, están llenas las tiendas de libros viejos. En cambio ha habido generales venerados como el gigantón antifascista Charles de Gaulle, o muy queridos como Wolfang Larrazábal, convertido en civil candidato presidencial que incluso deleitaba a sus posibles votantes con canciones que acompañaba él mismo tocando cuatro.
Obviamente siempre es más fácil y grato recordar a un poeta que a un general. Es muy difícil que un poeta encabece un genocidio. Dentro de un siglo es más probable que alguien recuerde aquel verso que dice: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche”, que la llamada por radio de “Manden a ese excremento envuelto en un saco de papas a Cuba”. El primero, ya lo sabe el lector, es Neruda, el segundo Pinochet hablando de Allende ya convertido en cadáver en el Palacio de la Moneda.
Un buen ejemplo del funcionamiento de la memoria colectiva es la manera entusiasta como, al menos en el mundo occidental, se conmemoran este año los 400 años de las muertes de los grandes de la lengua inglesa y española, Shakespeare y Cervantes.
Si hiciéramos un cuestionario de quiénes eran en ese momento los ministros de la defensa en sus respectivas naciones seguro nadie lo recordaría. Primero, porque cuando los autores de Hamlet y el Quijote murieron, no había ministros de la defensa. Y, segundo, porque todo jefe militar, salvo que haya sido un guerrero del tamaño del Mio Cid o de Napoleón, que son en realidad algo más que militares, sabe que es candidato al olvido porque su tarea, si es un demócrata serio, debe ser silenciosa. Mantener la paz. Defender la nación de amenazas. Asegurar que el monopolio de la fuerza que le corresponde al Estado sea ejercido de manera respetuosa con todos los ciudadanos sin poner las armas al servicio de una facción política determinada.
Por eso me parecieron tan pertinentes y lúcidas las reflexiones que el pasado domingo, en el marco del Festival de la Lectura de Chacao, hizo el poeta Rafael Cadenas sobre la perversión del ejercicio del poder y el irrespeto a las reglas de juego democráticas que ha cultivado, con desmesura cada vez más grande, el equipo militarista que nos gobierna.
Con una suerte de inocencia, Cadenas dijo: “Un ministro (se refería al general Padrino López) dice que no va a rendirle cuentas a la oligarquía (Padrino López llama así a la Asamblea Nacional) sino al pueblo”.
Y a continuación nuestro poeta mayor se pregunta con la misma inocencia: “¿Como hará el ministro para rendirle cuentas al pueblo? ¿Será por televisión? ¿Irá casa por casa? ¿O en la calle, en un mitin en la avenida Bolívar? Y concluye: “¿Los millones de venezolanos que eligieron a los diputados a la Asamblea Nacional no son pueblo? ¿No es precisamente el Parlamento la institución que significó el avance decisivo para que el pueblo y todas sus opciones políticas tuviesen representación en el ejercicio de gobierno?”
En las aparentemente inocentes preguntas de Cadenas queda clara la diferencia entre la barbarie del autoritarismo y el avance civilizatorio de la democracia. No es que Padrino López sea un ignorantón ávido de poder, sino que desprecia flagrantemente lo más importante para que exista política y no gobiernos de facto: el diálogo, el respeto a las diferencias, el reconocimiento de las instituciones y a las decisiones del pueblo.
Lo que sucede es que para Padrino López, y los demás generales como él amantados por la ideología populista alucinada de Hugo Chávez, el “pueblo” es sólo aquella parte de la población que los aplaude como focas. Los demás no somos gente. 

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