ANGEL OROPEZA
Tanto observadores de la realidad nacional como la mayoría de los ciudadanos parecen coincidir en la percepción de que el gobierno del madurocabellismo no da más, y que su declive luce ya irreversible. ¿Cuánto hay de cierto en esto?
Una revisión de la literatura especializada sobre estos temas permite identificar al menos ocho síntomas de lo que se denomina la fase terminal de dominación de un régimen político. Ellos son:
- Quiebre de la autoridad moral para gobernar (desaparición de la “auctoritas”, esa capacidad moral, socialmente reconocida por los ciudadanos, que procede de un saber y un actuar ético, y que le otorga legitimidad a instituciones y personas específicas).
- Debilitamiento notable de apoyo popular.
- Imagen internacional deteriorada y dificultad para lograr apoyo y comprensión de otros países.
- Imposibilidad de garantizar la paz ciudadana, la vida de las personas y el monopolio de la violencia por parte del Estado (lo que se traduce en que cada vez más grupos irregulares –desde hampa común hasta mafias, pranes y paramilitares progobierno– pasen a compartir estas funciones).
- Síntomas de ingobernabilidad (entendida esta como la incapacidad para controlar los procesos económicos y sociales de un país).
- Fracturas internas y pérdida de la homogeneidad mínima en la clase política gobernante.
- Violación sistemática y permanente de la Constitución, con el fin de proteger poder y privilegios particulares.
- Recurrencia a la represión, la amenaza y el miedo como último recurso de control social.
En concordancia con el octavo síntoma, la oligarquía acaba de anunciar un amuleto jurídico llamado “decreto de estado de excepción”, que no es otra cosa que un intento desesperado de refugiarse en el último reducto de poder que les queda, y es la capacidad para reprimir. De hecho, quizás lo único novedoso de este artificio leguleyo en comparación con el anterior “decreto de emergencia económica” es el aumento de la capacidad discrecional de los aparatos represores del Estado para ejercer violencia contra quienes no se arrodillen ante la mediocridad gobernante.
Hay que recordar que la represión y la militarización son los últimos extremos de la cadena de control social. Cuando se recurre a ellos es porque ninguno de los mecanismos que usualmente se usan en democracia, basados en la obediencia social voluntaria y en la auctoritas de los gobernantes, funcionan. Ante la carencia de estos últimos, la única opción para obtener acatamiento es la fuerza bruta.
Esta recurrencia a la amenaza produce ciertamente efectos en algunos sectores de la población, que pueden acrecentar su desesperanza y creer, erróneamente, que los ladridos son evidencia de fortaleza. Hay que recordar que los perros también ladran por miedo.
Lo verdaderamente importante, y que hay que seguir observando de cerca, es que esta represión y la violación constante de la Constitución –actualmente los atributos más característicos y definitorios del madurocabellismo– están provocando repulsión y rechazo no solo en las bases populares del oficialismo, sino en sectores del aparato burocrático y hasta en componentes de la propia Fuerza Armada Nacional, que resienten el triste papel de esbirros represores solo para proteger los intereses económicos y de dominio de una camarilla decadente y enferma de poder.
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