Un domingo de marzo
Pocas semanas después del Caracazo, Ibsen Martínez fue a un almuerzo en casa de Moisés Naím. Después de una digestión de 27 años, Ibsen recuerda ese encuentro.
Un domingo, a fines de marzo de 1989, Moisés Naím ofreció un almuerzo a un grupo de amigos entre quienes me contaba.
Hacía poco menos de un mes del estallido de los motines y saqueos que ensangrentaron Caracas y que fueron consignados en la memoria colectiva venezolana como el “Caracazo”.
Naím era, a la sazón, Ministro de Fomento en el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez (1988-1992) y, como tal, integraba el gabinete que acompañó a Pérez en su intento de introducir reformas económicas de fondo en la Venezuela de entonces.
Han transcurrido ya casi treinta años de aquellos sucesos y en la memoria que guardo de aquellas jornadas de fines de febrero y marzo del 89 perviven, borrosas, muchas terribles ocurrencias de las que fui testigo presencial, pues los saqueos me sorprendieron en plena calle.
Yo vivía en Prado de María, una vasta zona de clase media baja, al suroeste de Caracas, que todavía no comenzaba a despeñarse hacia la violenta marginalidad que hoy caracteriza mi bario natal. La arteria más importante del sector es la Avenida Principal del Cementerio y en todos los barrios que bordean su acera norte se contaron los muertos por decenas, una vez el Ejército se entregó a los ametrallamientos indiscriminados.
No me tocó ver, como sí le ocurrió a mi hermano menor, fotógrafo de prensa, cadáveres apilados en el bordillo de una calle del barrio Las Luces, pero sí me crucé con los saqueos y uno de ellos resultó para mí inolvidable.
Tres mujeres de ostensible extracción marginal, todas ellas en avanzado estado de gestación, entraron en negociaciones con los tripulantes de un jeep de la Policía Metropolitana. Esto ocurría en la esquina de la Avenida Roosevelt y la Avenida Principal del Prado de María, un modesto sector comercial.
Yo me sumé a los mirones incrédulos de que las tres mujeres hubiesen convencido a los uniformados de atar un cable de acero – la proverbial “guaya” que nos vino del “wire” de las cuadrillas petroleras – a la puerta arrollable de lo que se anunciaba como un taller de joyería, cerrado cautamente por sus dueños al comenzar la ola de saqueos.
Los del jeep se apresuraron a hacer lo que se les pedía y, tras algunos intentos fallidos, lograron arrancar de cuajo la puerta arrollable. Las mujeres se precipitaron dentro y comenzaron a acarrear bisutería de la más ínfima calidad. Los policías eran tres; uno de ellos armado con una vieja subametralladora Vigneron, belga. No podían mostrarse más defraudados.
Era obvio que esperaban otra clase de botín. Las mujeres, en cambio, corrían jubilosas con su alijo de bisutería que revenderían quizá en el Mercado de El Cementerio.
Para entonces, los tres policías burlados eran el hazmerreír de los mirones. El de la subametralladora soltó una ráfaga al aire para dispersarnos y, de paso, desfogar su frustración. Segundos más tarde, el jeep arrancó y se perdió de vista.
Estampas como la que acabo de narrar vuelven a mi mente como bocetos goyescos, entreverados con fotos y grotescos fragmentos de video, junto a recuerdos ajenos que en un tiempo llegué a evocar como propios.
Como toda calamidad de envergadura, aquellos acontecimientos fueron casi inmediatamente explicados por los pundits con hipótesis a menudo totalmente inverosímiles que aún me hacen sonreír. Ciertamente, tal como reza el verso de T.S. Eliot, “la mente humana no soporta demasiada realidad”, y está siempre presta a aceptar las más descabelladas conjeturas que otorguen a lo inexplicable un lugar en el mundo.
Con todo, no puedo recordar aquellas fechas sin un quantum de nostalgia por el país que fulgurante, infundada y fugazmente llegamos a ser en el curso de la década inmediatamente anterior a la que culminó con el “Caracazo”.
El convivio dominical ofrecido por los Naím no podía, pues, entrañar celebración alguna, luego de los centenares de vidas perdidas, del asalto colectivo al derecho a la propiedad que entrañó la fractura definitiva de la “ilusión de armonía” que había presidido la idea que de sí misma se había hecho, si no la sociedad venezolana en su conjunto, sí buena parte de su élite ilustrada. [Más sobre la expresión “ilusión de armonía”, pero será dentro de muchos párrafos.]
Como decía, no se trataba de una celebración, y aunque no alcanzo a recordar el fraseo exacto de Naím cuando telefoneó su invitación, tengo la certeza de que su idea era juntar a un puñado de venezolanos atentos a los asuntos públicos, sin procurar más eficacia que juntarlos y canjear las perplejidades y estupores con que cada quien saldaba aquellas semanas.
Y aunque el talante de aquel encuentro nunca fue lúgubre, recuerdo la gravedad y el embarazo consternado de las conversaciones.
La mayoría de los comensales formaban parte del gabinete de Pérez y fue para mí notoria la heterogeneidad del grupo: jóvenes provenientes de la Academia, como Naím o Miguel Rodríguez; curtidos militantes de la política que bien podían doblarles en edad, como el adusto y sosegado Alejandro Izaguirre, ministro del interior apodado inexplicablemente “El policía”; un militar activo, como el general Italo del Valle Alliegro, ministro de la defensa, entre otros. Acababan todos de pasar un mes muy duro, acaso el más rudo de sus vidas, y se les notaba.
En aquel tiempo remoto yo no habría sabido decir a qué me dedicaba. Trabajaba desganadamente como guionista de telenovelas, luego de una larga pasantía como activista profesional, primero de la Juventud Comunista y, más tarde, en el MAS, pero por aquel tiempo ya no tenía militancia política. Escribía una columna semanal que se pretendía satírica en El Nacional, pero mi mundo cotidiano, absorbente, era el teatro.
Como ocurre con las amistades verdaderas, no sabría decir hoy cuándo ni dónde conocí a Naím puesto que su mundo y el mío eran, para decirlo en términos de teoría de conjuntos, una “intersección vacía”, pero creo recordar que Juan Nuño tuvo algo que ver en ello.
Ofrecí más arriba ocuparme de la frase “ilusión de armonía“ con la que, atinadamente, Moisés Naím y un colega suyo, Ramón Piñango, habían bautizado, solo tres años antes, un libro que estremeció no solamente el medio académico sino a toda la consciencia pública venezolana.
Hablo de un libro singular, sin duda; a ratos survey de los más paradójicos hallazgos sobre Venezuela, hecho desde la economía, la estadística y la sociología; y a ratos, un incisivo ensayo que interrogaba las más inconmovibles certidumbres que sobre Venezuela tenían las élites del país. Se trató de un libro que, releído hoy, dejar ver un talante predictivo que aquel lunes de febrero del 89 cristalizó de un modo que, estoy casi seguro, sorprendió a sus mismísimos autores.
Muchos de los hombres y mujeres que, junto con Naím, habían echado a andar las impostergables reformas, y con quienes almorcé aquel domingo, no tardaron en ser satanizados como desalmados tecnócratas. Los dicterios más benévolos los describían con sorna como “muchachos bien, carentes de burdel”, aprendices de brujos, torpes oficiantes del Consenso de Washington. Lo sé como que yo uní mi columna al coro acusador.
Con lo que llego a la nuez de esta evocación. Los argumentos esgrimidos contra las reformas no superaban, en su mayoría, el nivel discursivo de los brillantes panfletos liberales de Antonio Leocadio Guzmán en su pugna con los oligarcas “manchesterianos”, no menos brillantes, que rodearon al General Páez, circa 1840.
Muy pronto, la discusión pública comenzó a nutrirse del más engañoso, simplista y descaminador relato que se haya podido urdir acerca de lo ocurrido y sus causas.
Me apresuro a decir que, desde aquellos años, tengo para mí que el Caracazo fue eso que los franceses llaman una “jacquerie”: una algarada sin liderazgo, más o menos violenta, que se expande, gana terreno y se extingue al nacer, de un modo que un Malcolm Gladwell quizá podría explicar mucho mejor que la “izquierda reaccionaria” venezolana, para usar la expresión acuñada por el desaparecido pensador argentino-catalán Horacio Vásquez-Rial.
En efecto, la izquierda venezolana, reaccionaria su conjunto, no tardó en atribuirle a la ola de saqueos el cariz de una rebelión popular equiparable a la Revuelta de los Comuneros. Y aunque sin líderes hasta entonces conocidos, se trataría, según ella, de una acción explícitamente dirigida a denunciar al Banco Mundial, la doctrina del “public choice”, al mismísimo Milton Friedman y al FMI.
Ni más ni menos que si las tres mujeres y los policías de mi cuento hubiesen sido lectores de Noam Chomsky o Tony Negri.
Quienes habrían de ser los routiers de Chávez, comenzaron a peregrinar ritualmente desde el Castillo Hechizado del Cendes a la cárcel de Yare. Eran los futuros ministros que, llegado el momento, concibieron las expropiaciones masivas, el control cambiario y los gallineros verticales.
Ayuna de ideas desde mediados de los años 60, y huérfana de un caudillo que galvanizara su larvado militarismo de siempre, era solo cuestión de tiempo para que un extraordinario mixtificador de tópicos historicistas, llamado Hugo Chávez, equiparara el Caracazo con la cegadora voz que derribó del caballo a San Pablo para mostrarle el camino de Damasco, camino que, en el caso de Chávez, fue el de La Habana y del inicio de la destrucción de una democracia.
Con todo, de algo estoy seguro: ninguno de los comensales de aquel domingo de marzo de 1989 pudo imaginar el grado cero de la distopía al que el chavismo ha llevado nuestra otrora hermosa y pujante nación.
@ibsenmartinez
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