IBSEN MARTINEZ
Nicolás Maduro ha afirmado, previsiblemente y con estulto énfasis, que la paz en Colombia es obra por completo atribuible a Hugo Chávez. Tamaña mentira me lleva a abordar un tema nada irrelevante a la hora de tratar de entender qué (nos) pasa, hoy por hoy, en Venezuela.
Me resulta inexplicable la dificultad que enfrenta la oposición venezolana a la hora de juzgar el histórico momento que atraviesa la nación vecina. Demasiados venezolanos opositores al chavismo, tanto políticos de oficio como ciudadanos del común, desestiman las positivas consecuencias inmediatas y futuras que la ratificación, por vía plebiscitaria, del acuerdo de paz entre las FARC y el Estado colombiano con toda seguridad han de tener en la resolución de la devastadora discordia que el chavismo ha instaurado en mi país.
Me preocupa la propensión de tantos opositores venezolanos a simpatizar, sin mayor examen, con Uribe hasta el punto de olvidar cuánto lo asemejó a Chávez su desprecio a las instituciones
Cierto que los arteros tejemanejes del chavismo para aplazar el referéndum revocatorio hasta 2017 absorben toda la atención, no solo de los miembros de la MUD (Mesa de Unidad Democrática), sino del ciudadano común que, indignado, ve cómo la arbitrariedad de Maduro y la panda de generales corruptos (cuando no capos narcotraficantes) e indignos funcionarios civiles atropella los más elementales derechos humanos y políticos de los venezolanos.
Tener que confrontar, día a día, a mano desarmada, nuevas y más ultrajantes arbitrariedades, ciertamente no deja tiempo de mirar con detenimiento lo que ocurre en el vecindario, pero igual resulta no solo triste, sino muy grave, que persistan en la opinión venezolana tantas percepciones equivocadas, tantos equívocos y, digámoslo de una vez, tanto rancio prejuicio xenófobo contra Colombia y sus ciudadanos.
Enumerarlos, clasificarlos y tratar de rastrear sus orígenes, desde la ya remota querella que en 1830 condujo a la disolución de la Gran Colombia —esa “ilusión ilustrada”, como la llamó el prematuramente extinto pensador venezolano Luis Castro Leiva—, hasta las vociferaciones con que Hugo Chávez atribuía a Álvaro Uribe protervas vinculaciones con el general Santander y el atentado contra Bolívar en 1828, sin olvidar los abstrusos diferendos limítrofes de principios del siglo pasado que tanto desvelaron a militares y demagogos venezolanos y alentaron la xenofobia anticolombiana, es asunto tan de tejas arriba que excede mis capacidades y las de estas 600 palabras de mi bagatela semanal.
Pero algún día, y pronto, harán bien las élites intelectuales venezolanas, en especial las que se ocupan del quehacer político, en abocarse a ello. Por modesta que sea mi experiencia, sé positivamente que leer y pensar intensamente en torno a Colombia me ha llevado a entender mejor muchas cosas de Venezuela. Y, por cierto, hay mucho, muchísimo más que entender que lo que trae el manido y mezquino epigrama, atribuido, con razón o sin ella, a Simón Bolívar: “Venezuela es un cuartel, Colombia una universidad y Ecuador un convento”.
Parafraseando al poeta estadounidense Allen Ginsberg, he escuchado a los mejores cerebros de mi generación despachar a Santos, De la Calle, Jaramillo, Gaviria y Holguín como ingenuos embaucados por unas FARC cuyo proyecto es instaurar una Gran Colombia castrochavista. Me preocupa la propensión de tantos opositores venezolanos a simpatizar, sin mayor examen, con Uribe hasta el punto de olvidar cuánto lo asemejó a Chávez su desprecio a las instituciones y a la norma constitucional de su país. Pero afirmar, como lo he escuchado en Caracas de labios de muy caracterizados líderes opositores, que Juan Manuel Santos es un tonto útil de Nicolás Maduro desafía toda ecuanimidad.
Duele advertir que quienes padecen la vocación tiránica, esencialmente violenta, del chavismo piensen que una victoria del no en Colombia pueda contribuir a la normalización democrática y a la reconciliación en Venezuela.
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