Elias Pino I.
Resulta difícil en Colombia, o casi imposible, que un alto funcionario demande a un líder de la oposición por criticar su desempeño en asuntos relacionados con el bien común, por hablar desde una tribuna. Una retórica que remonta al siglo XIX, en la cual se cultivaron las formas sin subestimar los contenidos, permitió polémicas que a algunos les han parecido farragosas, pero que han formado una tradición de republicanismo a través de la cual se han fortalecido las instituciones hasta el punto de resistir los embates de numerosas hostilidades, entonces y ahora. Un candidato a mandón, como Cipriano Castro, usó como barniz los discursos de los Gólgotas para engañar incautos en este lado de la frontera, pero no pasó de la deplorable imitación. ¿Por qué? No era de allá, solo se ocultaba en un trabajo de brocha gorda que le permitió meter gato por liebre durante cierto tiempo, especialmente porque el discurso de los caudillos criollos era una quincalla de lugares comunes.
Allá no se dan burócratas como la señora canciller que ahora tenemos aquí, debido a que un mandato de las viejas generaciones la obligaría al comedimiento en el manejo de los asuntos de su competencia y al respeto del adversario, especialmente al acatamiento de las normas de comunicación consideradas como fundamentales. Pudiera colarse algún atorrante, como ha sucedido en circunstancias inusuales, pero jamás una negación pertinaz de la convivencia republicana. Hubiera caído en el veneno de un polemista de la talla de Vargas Vila, por ejemplo, insoportable para los estudiosos de los debates de las élites, pero destinado a dejar cicatrices que sacaban del juego a los aventureros. O a ganarse el entusiasmo de los lectores. Lo mismo se puede advertir desde antiguo en los líderes de sucesivas oposiciones, capaces de levantar ronchas y de multiplicar clientelas multitudinarias sin traspasar las barreras de un ataque que, en general, se aleja de los irrespetos ramplones y de la superficialidad de los clichés. Hasta en materia de demagogia somos distintos los colombianos y los venezolanos. Ellos más cultivados y hasta capaces de sorprender con intervenciones dignas de permanecer en la memoria colectiva, con el perdón de nuestros irrelevantes sermoneadores de la actualidad. No sucedió lo mismo durante el período de nuestra democracia representativa, desde luego, pero aquello fue más una excepción que una regla.
Cuando ocurrieron las festividades del centenario de Bolívar, teatro para la vanagloria de Guzmán en un festín de truculencias dignas del vómito colectivo, solo unos observadores colombianos que escribían para la Gaceta Ilustrada de Bogotá recogieron lo esencial de la infeliz parodia, mientras los políticos y los intelectuales venezolanos se conformaban con murmuraciones de pasillo. Los autores colombianos movían su pluma según una costumbre de consideración de la opinión pública que brillaba por su ausencia en Caracas. Tuvo que venir de allá la crítica certera, para que nos quedara el recuerdo de una infamia monumental del personalismo. ¿Significa esto que ellos son mejores que nosotros, más competentes para el ejercicio de la política y para la atención de las necesidades de la ciudadanía? Simplemente indica que son distintos debido a una evolución histórica diversa, y que, en consecuencia, la propuesta de semejanzas entre las comunidades seguramente terminará en disparate.
Los casos descritos, apenas contados y quizá demasiado subjetivos para llegar a conclusiones susceptibles de atención, pretenden advertir sobre lo inadecuado de mirar la situación política que hoy viven los vecinos si la observamos con ojos venezolanos. Lo que ha pasado allá es producto de una evolución peculiar, que difícilmente se puede comprender cuando la juzgamos desde nuestras urgencias o desde nuestras limitaciones marcadas por una historia fraguada en hitos incomparables. La vecindad sugiere la búsqueda de afinidades, pero la geografía es, en este caso, una carnada engañosa. Solo con detenerse en la actitud reciente de las élites de las dos sociedades, pero especialmente en la conducta popular, se sostienen las diferencias mientras se disipan las semejanzas. En consecuencia, el ejemplo de Colombia no puede determinar lo que suceda en Venezuela. No necesariamente.
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