ANIBAL ROMERO
EL NACIONAL
El centenario de la Revolución Bolchevique obliga a preguntarse: ¿qué más cabría decir al respecto, que no haya sido dicho? Se me ocurre que un aspecto importante, sin duda bastante discutido y no obstante de particular vigencia en nuestros días, se refiere a la concepción de la historia encarnada en la doctrina marxista, expuesta con severo dogmatismo en los escritos de dos de los protagonistas fundamentales de los eventos de 1917: Lenin y Trotski.
La más somera revisión de algunos de los textos de estos personajes, pone de manifiesto tanto su fanatismo como la infinita confianza que tenían en que sus acciones respondían a una superior “razón histórica”, a una especie de designio preestablecido no por la Providencia, sino por leyes inmanentes a los procesos sociales. Esa intensa convicción se ajusta a una idea linear de la Historia, vista como un rumbo que presenta un comienzo y avanza por rumbos descifrables, destinados –en medio de la inevitable confusión de los asuntos humanos– a alcanzar un final de redención. Tal “reino feliz de los tiempos finales”, como lo calificó en varios estudios el profesor Manuel García-Pelayo, se traduce en términos de salvación espiritual en el caso del cristianismo o de apoteosis de una utopía puramente humana en el caso del comunismo.
A mi modo de ver, lo que denominamos “la modernidad” posee, entre sus rasgos más característicos, la fuerte tendencia a concebir la Historia como progreso lineal hacia un fin, y por lo tanto a clasificarla y juzgarla según una periodización “progresista”, lo que implica aseverar que existen retrocesos y adelantos de acuerdo a determinados criterios políticos y morales. La Revolución Francesa fue un momento clave en este ámbito, y de nuevo, si leemos los discursos y otros documentos de figuras como Dantón y Robespierre, por ejemplo, constataremos que justificaban normalmente sus acciones políticas con recurso a presuntos designios supremos, intrínsecos a la Historia misma y capaces de ser discernidos por la mente humana, capaz de armonizarse con el flujo profundo de la razón histórica.
Es posible que la expresión más acabada de esta tendencia de la modernidad, en el plano filosófico, lo siga siendo el portentoso libro de Hegel, Fenomenología del espíritu. Pocas obras del pensar filosófico alcanzan el nivel de abstracción y la dificultad de lectura de este libro. Mas lo que me interesa destacar son dos puntos: 1) En su obra Hegel describe lo que a su manera de ver es el trayecto esencial del espíritu humano, asumiendo diversas formas y avanzando en su autoconocimiento a través de la Historia, hasta una reconciliación suprema. 2) Hegel tuvo una influencia decisiva sobre Marx y el marxismo. A pesar de que Marx, Engels, Lenin y Trotski, entre otros, tradujesen el mapa filosófico hegeliano en términos socioeconómicos, la visión de la historia subyacente sigue siendo la de un proceso inexorable en marcha hacia su apoteosis.
La modernidad, a partir de la Revolución Francesa, dio origen a un nuevo tipo de acción política, que llamaré la “política ideológica”. El rasgo central de la misma es la convicción, por parte de quienes la asumen, de que su participación en las luchas sociales tiene una justificación inequívoca con base en una ética propia, una ética impuesta por mandato de la utópica meta final. Este tipo de argumentación es expuesta con claridad en textos como Su moral y la nuestra, de Trotski, y en numerosos ensayos y artículos de Lenin y Stalin. Y esta ética torcida es la que justifica el mal.
Ahora bien, el patente fracaso de la utopía comunista no puso fin a la visión lineal de la Historia propia de la modernidad, sino que la transformó, haciendo surgir una serie de complicaciones y paradojas. La idea según la cual la Historia tiene un sentido que podemos definir y juzgar en el terreno político, y determinar entonces sus avances y retrocesos, se encuentra en la base del actual “progresismo”, que ya no se proclama comunista y ni siquiera socialista, sino que por el contrario se ha convertido, quizás sin entenderlo con suficiente precisión, al capitalismo en sus dinámicas más determinantes.
Los grandes acontecimientos políticos de que fuimos testigos en 2016 han estremecido los cimientos del “progresismo” occidental. De un lado, los eventos en Estados Unidos están poniendo de manifiesto la extraordinaria paradoja de un “progresismo” que ya no intenta proteger a la clase trabajadora y sectores medios de la población, sino que reivindica una Historia cuyos actores se articulan según su sexo y color de piel, una Historia cuyo proceso de avance hacia nuevas cumbres globalizadoras es motorizado por las grandes corporaciones y la tecnología de punta, que arrasan con los empleos de millones de personas. De otro lado, en Europa, la decisión británica de abandonar la Unión Europea, realizada democráticamente por un pueblo que está optando por preservar su capacidad de autogobernarse y su unidad interna, es percibida por el “progresismo” como un retroceso, como si el cosmopolitismo fuese no solamente inevitable sino también un mandato incuestionable. De paso, y para citar otra paradoja, el “progresismo” actual juzga con patrones distintos a Rusia y China, a pesar de que en China impera un régimen totalitario e implacable, no diré que peor que el de Vladimir Putin, pero como mínimo igualmente condenable. Rusia tiene mala prensa entre los “progresistas” y China no tanto, lo que no deja de producir cierta perplejidad. Uno se pregunta: ¿A qué se debe esto?
Soy crítico de Marx, pero encuentro no pocas ideas de interés en sus obras. Me llaman mucho la atención sus argumentos, expuestos en los llamados Grundrisse, publicados póstumamente, con relación a la automatización en el capitalismo, al crecimiento de las desigualdades, al predominio paulatino del capital financiero y las dificultades crecientes con las tasas de ganancia. No afirmo en modo alguno que los análisis de Marx en materia económica fuesen correctos; lo que deseo destacar es la visión contenida en esos textos acerca de ciertos procesos propios del capitalismo, algunos de los cuales podemos observar con particular luminosidad en nuestros días.En especial cabe referirse a la automatización y sus efectos sobre el empleo. Marx la veía como algo positivo, como la ruta hacia un mundo en el que las máquinas acabarían por hacer el trabajo y los seres humanos nos dedicaríamos al arte, la música, la literatura o lo que nos viniese en gana, sin estar sujetos al “duro laborar”. Se trataba de la utopía comunista expuesta en las famosas frases: “A cada cual según sus necesidades, de cada cual según sus capacidades”. Pero las cosas se han complicado de manera exponencial, y la evolución contemporánea del capitalismo, que en algún momento, antes de 2008, parecía prístina y gozosa se muestra hoy como un rumbo lleno de incertidumbre, de espinosos dilemas y caóticos desafíos.
De modo pues que cien años más tarde, la razón histórica hegeliana, flujo vital en el plano intelectual de la utopía marxista y por ello de la Revolución Rusa, así como elemento clave en la presunta justificación moral de todas las atrocidades cometidas por las revoluciones modernas, se enreda en nuevas incógnitas y enigmas que presagian un 2017 bastante tormentoso. El fantasma de Hegel acosa al “progresismo”, enmarañando sus certezas.
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