EL PAÍS EDITORIAL
Cumpliendo las peores previsiones, las primeras palabras de Donald Trump como presidente de Estados Unidos han estado impregnadas de populismo, nacionalismo y agresividad. Si un discurso inaugural sirve para avanzar cómo pueden ser los próximos cuatro años, del de Trump se desprende que el mundo debe prepararse para atravesar tiempos difíciles llenos de turbulencias y actitudes tan hostiles como imprevisibles.
Siguiendo el guion básico del discurso populista, Trump ha subrayado repetidamente la división entre la gente y quienes considera sus enemigos, ya sean estos la clase política de Washington, la economía internacional o las naciones amigas en cuya defensa EE UU ha colaborado. Una vez más se ha prodigado en sus ataques al establishment de Washington y apelado a la solidaridad entre los ciudadanos más patriotas y humildes, obviando el hecho de que su trayectoria empresarial y declaraciones de impuestos revelarían, si accediera a publicarlas, cuán cínicas y falsas son sus promesas.
Resulta revelador del narcisismo de Trump que en su intervención no haya citado absolutamente a nadie relevante en la historia del país al que tanto ama. No ha encontrado a ningún presidente, pensador, político o filósofo del que tomar prestada una cita o una idea. Del principio al fin ha sido solo Trump. Y ha dibujado un país devastado y empobrecido que se contradice en la realidad con el legado de su predecesor, Barack Obama, a quien sí que le tocó asumir la presidencia en medio de la crisis económica más grave desde los tiempos de la Gran Depresión y ayer se despidió de su cargo con 12 millones de puestos de trabajo creados.
Igualmente distorsionada resulta la visión del mundo que ayer ofreció el nuevo presidente. Una comunidad internacional hostil que empobrece a los estadounidenses y a la que acusó de arrancar la riqueza de los hogares de la clase media para repartirla por el mundo. En medio de la nebulosa de amenazas no podía faltar la bravuconada habitual contra el terrorismo islámico, que prometió erradicar militarmente, en solitario y sin ayuda de nadie. En definitiva, una abdicación completa por parte de EE UU de su trayectoria y responsabilidades para pasarse al aislacionismo, unilateralismo y proteccionismo.
Tras protagonizar una de las transiciones más tumultuosas que se recuerdan, el ya presidente de EE UU demostró ayer no estar a la altura de la magistratura que aceptó desempeñar ni de la Constitución que prometió defender. Su discurso fue, otra vez, de campaña electoral, lleno de frases fáciles y vacías, clichés y tópicos que en lugar de disipar los peores temores, los confirman.
Ya sabemos que Trump es incapaz de hablar como un presidente. Y dudamos de que vaya a actuar como tal. Toca ahora, dentro y fuera de EE UU, estar vigilante. Igual que Obama anunció en su despedida que intervendría si Trump se extralimitaba y dañaba derechos o libertades básicos de los estadounidenses, los demás países también deberán fijar con toda claridad cuáles son las líneas rojas que no piensan dejar sobrepasar a Trump.
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