FERNANDO RODRIGUEZ
EL NACIONAL
La decisión del Departamento del Tesoro de Estados Unidos, con el explícito apoyo del atolondrado y temible Donald Trump de poner en la lista negra de los narcotraficantes de alcurnia al vicepresidente de Venezuela, con poderes adicionales y perspectivas de candidato presidencial, que se suma a la de otras figuras del más alto gobierno con similar mácula, pareciera suficiente para que el mundo, en especial nuestro continente, y nosotros en primer lugar, demos nuevos pasos para cercar esta tétrica demolición autocalificada de gobierno revolucionario.
En el pasado, las revoluciones se dedicaban esencialmente a defender sus cotos de caza y sus prebendas, y de propiciar nuevas revoluciones. Y metían sus narices y sus balas muchas veces donde no debían: internacionalismo de los parias, proletarios del mundo, uníos, el Che en Bolivia, digamos. Lo que ocasionaba graves traumas políticos, violentismo y crueldad y maremotos diplomáticos. No pocas veces exentos de nobles tambores y sacrificios heroicos. Pero eran eso, problemas políticos; no formaban parte de los expedientes de Interpol o de la DEA. Ahora en sus estertores últimos, con ideales rotos y sin futuro, se han convertido no solo en centros de corrupción (véase el último artículo de Moisés Naim sobre China y su festín de tracaleros en gran escala); las FARC, en algún momento como el imperio mayor de la droga en el mundo; Cuba, celosa de su castidad delictiva, alcahueta de gobiernos corruptos y, en el caso de los venezolanos, maestra y proxeneta, no solo saqueadores del tesoro público en una escala probablemente inédita, sino vinculados al más alto nivel a ese mal de males del siglo que es el narcotráfico. Solo una indicación de la decadencia y la descomposición de aquellas mañanas que pretendían cantar. Y luz, intensa e inequívoca, sobre a quién nos estamos enfrentando los que abogamos por la democracia en Venezuela y también los que creyeron y hasta creen de buena fe en las lisonjas y promesas de los “rojos” vernáculos.
La significación internacional de nuestra realidad llevada al clímax por el caso El Aissami ha sido estridente y de la cual, por supuesto, la prensa mundial se ha hecho eco, lo que contrasta con la tibia, tardía y hasta nula recepción inducida de buena parte de los medios nacionales.
Queda lo fundamental: el preguntarnos qué debemos hacer los demócratas venezolanos para mantener un mínimo de decencia, no ya contra una ideología adversa a la mayoría, por desfasada, antidemocrática y detestable que se considere, sino contra la mafia delictiva cívico-militar en que esta ha devenido. No aspiramos a que fiscales y jueces hagan la tarea de investigar asunto tan trascendental, pero sí es una notable ocasión para que el Parlamento cumpla con una de sus tareas mayores: el control y la denuncia de la corrupción y la delincuencia oficial. Justo aquella que el TSJ es menos capaz de anular en sus efectos morales y políticos.
Y a nosotros, ciudadanos, ante esta nueva evidencia ineludible, por la cuantía de la acusación y el lugar preeminente del acusado, nos corresponde convertir en protesta radical una situación que debe potenciar nuestros esfuerzos por encontrar la libertad y la dignidad.
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