FERNANDO RODRIGUEZ
EL NACIONAL
La pobreza se puede traducir directamente en muerte. Baste recordar que ciertos humanos del primer mundo pueden vivir hasta el doble de años que aquellos de los países más atrasados del África. Es lo que se hace ostensible en la Venezuela de hoy. Cuando, por ejemplo, el ex ministro de Sanidad Félix Oletta denuncia la escasez de medicamentos oncológicos, entre muchos, está indicando una carencia que se puede traducir sin mayores dificultades en muertes prematuras. Igual vale para la mitad de los quirófanos fuera de servicio y la penuria extrema de camas, insumos y comidas en nuestros hospitales públicos, entre todas las otras carencias, dice la Encuesta de Hospitales recién terminada. O cuando vuelven las epidemias ha tiempo “superadas”.
O la desnutrición mata. La ONU habla de la mayor crisis humanitaria desde mediados del siglo pasado, 20 millones de muertos por hambre si no se actúa drásticamente, en 4 países africanos martirizados por conflictos bélicos y adversidades climáticas. Bueno, con menor intensidad, la desnutrición anda por nuestras calles y campos segando vidas. La escasez es una cola que también conduce al cementerio. O la inflación sin bridas cobra su cuota de otra manera más sibilina.
O en el barrio te mata el hampón por el teléfono que en mala hora compraste. O las balas que circulan al azar. O los operativos de fuerzas de seguridad que hacen su periódica zafra de cadáveres. Y generalmente son chamos. Pedro Pérez de 19 años, Juan García de 23 y Joseíto de 14.
Ese es el centro de la crisis que vivimos. Una crisis que mata. Y es la que no podemos ignorar en forma alguna. Todo lo demás viene después, tiene otro tiempo y otro costo. Y si algún diálogo va a haber o vamos a cambiar los habitantes de Miraflores o lo que sea, hay que priorizar ese problema, problema básicamente económico, y hay que darle una solución con toda la urgencia posible.
La Asamblea ha aprobado la crisis humanitaria. Muy bien, realmente bien, pero ya podemos suponer cual va a ser el resultado de esos afanes. El Ejecutivo, seguramente por el indecoroso camino del TSJ, le pondrá el veto acostumbrado. Tanto más porque aceptar esa desairada situación nacional exhibiría con más estruendo ante el mundo la derrota de la absurda política que se nos impone. La política de la muerte quiero subrayarlo ahora, como se desprende de las premisas precedentes. Política criminal.
A pesar de los silencios y las penumbras que velan un supuesto diálogo lo que se puede intuir es que algo como un proceso electoral viene, sea de los mandatarios regionales o, según otros más ambiciosos, generales. Pero queremos insistir que el criterio para decidir más que político es social, es parar este genocidio en cámara lenta que estamos viviendo. Y que compromete lo más profundo de nuestra dignidad ética, el vínculo esencial con esos seres con que nos tocó compartir este pedazo del orbe que llaman Venezuela en los inicios del tercer milenio. En cualquier escenario hay que encontrar, más que todo otro objetivo, ese sendero que nos lleve a comenzar a sanar a los que tienen hambre y heridas en sus cuerpos. Y me parece que esto no está claro en los petitorios que ponen a circular las partes en pugna y los mediadores.
Eso obliga a hacerse preguntas precisas al respecto, la primera de ellas es si el actual gobierno es capaz, más allá de sus ignorancias y sandeces ideológicas, de confeccionar o aceptar algunas medidas que den lugar a detener el horror. No pareciera, no hay ningunos indicios que nos hagan pensar que sus ruinosos cerebros y su contextura moral puedan ir más allá de los Claps o de la guerra de los panaderos.
En todo caso, si alguna vez se van a sentar en algún lado –cosa que ignoro– los que lo han hecho tan mal hasta ahora con sus padrinos transnacionales, deberían hacerlo para poner sobre la mesa esa espectral cuestión: cómo enfrentarnos a la muerte, cómo evitar convertirnos en asesinos o en sus cómplices por acción u omisión. Luego vendrán los gobernadores y todo lo demás.
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