Julio María Sanguinetti
La dictadura venezolana vive en permanente travestismo. Cuando se siente acorralada, intenta mostrarse diferente, proclama una nueva etapa de su vida y hasta modifica su vestimenta, pero —en definitiva— preserva esa condición autoritaria de la que no puede alejarse.
Toda esa sucesión de operativos de muda de piel están dirigidos a un solo objetivo: disfrazar su decisión de no someterse al veredicto de las urnas.
Saben todos sus cuadros jerárquicos que cualquier votación legítima los hundiría y no ignoran que hasta sus destinos personales se van comprometiendo velozmente. Cuanto más dura se hace la represión, cuanto más sangre va regando el suelo venezolano y excitando las pasiones, más difícil se ve el futuro de Maduro y su comparsa. Hasta el último refugio del exilio cubano ya no parece tener la misma garantía, cuando ni Raúl Castro estará ya en marzo del año que viene. Por eso la consigna es clara: resistir a cualquier precio y seguir inventando disfraces para ofrecer pretextos a los que no tienen ganas de calificar de dictadura a la dictadura, a los que les resulta difícil enfrentar a esa seudoizquierda autoritaria y denigratoria que pulula por nuestra América Latina.
Quien con frecuencia cae en esa telaraña es el Papa Francisco, cuya indiscutible popularidad no ha sido puesta al servicio del objetivo fundamental de que haya elecciones. Cuando peor estaba el régimen, planteó aquella fallida mediación que le sacó de la asfixia y le permitió ganar tiempo. No dudamos de su buena intención, pero sí de su sentido político y eso es fundamental en estas propuestas, que son políticas y no pastorales. Ahora vuelve a ofrecerse como mediador en un diálogo, añadiendo que “parte de la oposición no quiere esto. Es curioso porque parte de la oposición está dividida. Y los conflictos parece que se agudizan cada vez más”. “Todo lo que se pueda hacer por Venezuela hay que hacerlo, pero con las garantías necesarias”, agregó. Por supuesto, la oposición le ha contestado que ni está dividida ni es contraria al diálogo, pero no a esos diálogo inconducentes sin requisitos previos fundamentales. Esa es la “garantía”, la única válida.
Quienes hemos vivido procesos de negociación transicionales, sabemos lo difícil que es construir un real diálogo, que no sea una simple humareda en la que el régimen se perpetúe, escondiendo su verdadero rostro detrás del maquillaje de sentarse a conversar con los opositores. En el caso, luego de todo lo visto, está claro que si no se parte de la idea fija de que habrá elecciones, nada tiene sentido. Luego se discutirá el resto: cuándo serán esas elecciones, en qué momento se liberarán los presos, quiénes participarán en las negociaciones, en qué lugar quedará el actual oficialismo, qué camino se seguirá para la restauración absoluta de la libertad de prensa y suma y sigue… Ahora bien: si el régimen no reconoce la necesidad de fijar las elecciones, todo se hace ilusorio, todo pasa a ser fantasía, resulta inútil montar un diálogo por el diálogo mismo, que termina siendo una anestesia general, adormecedora del vigor de las fuerzas democráticas.
A los chavistas cada vez se les hace más difícil defender al régimen. Ya ni su propia Constitución les viene bien. Su última propuesta de una asamblea constituyente corporativa, sin voto ciudadano universal y directo, es impresentable. Es tan fraudulenta como lo fue la decisión de que el tribunal judicial asumiera las competencias parlamentarias de la Asamblea. De modo que quien tenga buena fe y busque de verdad una solución, claramente tiene que descartar ese camino, rechazarlo tajantemente y, en cambio, ofrecer un diálogo sobre la base de elecciones.
Hay que entender que la dictadura no se va a ir por su voluntad y que mientras tenga un resquicio de oxígeno seguirá respirando. Para que acepte un camino democrático y pacífico, hay que restarle ese oxígeno, aun con medidas económicas que le impongan las sanciones más drásticas. Este no es un juego de marionetas, es una pulseada pura y dura con un grupo corrupto y autoritario que sabe bien que dejar el poder es ponerse la soga al cuello. Esa es la discusión real, la de la soga y el cuello.
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