ELIAS PINO ITURRIETA
Estas vísperas son
riesgosas para el escribidor, especialmente cuando se pone frente a la
computadora mientras faltan tres días para la votación de la constituyente
espuria que ha convocado el dictador. No puede saber lo que pasará. Todos los
cálculos pueden fracasar debido a las contradicciones de las horas difíciles.
Solo tiene sus convicciones, que no mueven montañas. De allí que pueda, más
bien, intentar un acercamiento a un aspecto de la trayectoria del ex presidente
del gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero, que pueda ofrecer sin
mayores riesgos alguna luz en un tiempo de contrastes inevitables.
En los tiempos de
contrastes inevitables hay figuras que pueden determinar muchos rumbos. Los
movimientos sociales dependen de su propio caudal, ciertamente, pero muchas
individualidades los han encauzado a través de la historia. Han estado en el
lugar adecuado en la hora oportuna y con las compañías precisas, hasta lograr
desenlaces impensables durante los días anteriores. No tienen que ser genios,
ni nada por el estilo, sino protagonistas enterados de los que tienen entre
manos y dispuestos a dejar su huella en la solución de los conflictos. Eso han
sido muchos, precisamente, imprescindibles sin demasiado alarde. O quizá más
bien pocos, pero no han faltado a través del tiempo.
A Zapatero le han
complicado la vida las malas compañías venezolanas. Demasiadas fotos con Maduro
y con Jorge Rodríguez ante una sociedad que los aborrece sin paliativos.
Demasiadas entradas a Miraflores, como si fuera persona de la mayor confianza.
No puede ser buena la sensación que ha producido ante la inmensa mayoría de la
ciudadanía, que puede considerarlo como parte del comando superior de una
“revolución” que intenta lo que puede y lo que no debe para sobrevivir. Pero
tales sensaciones, aparte de superficiales, no son justas. Primero, porque él
tiene un prestigio que debe cuidar. Cuestionado prestigio en su país, de
acuerdo con la decisión de sus votantes y con el declive inocultable del PSOE
cuando lo dirigió, pero que no deja de ser digno de atención, especialmente
para él. Segundo, porque también ha tenido ocasión de relacionarse con los
líderes de la oposición. Ha visto las dos caras de la moneda. Sabe lo que dice
el águila y lo que dice la cruz. Debe figurar entre los líderes extranjeros
mejor informados de los padecimientos venezolanos, y no puede echar las
evidencias por la borda sin despedirse del asunto como una parte realmente
menor.
Hay un aporte de
Rodríguez Zapatero a su sociedad, que me permite pensar bien de lo que todavía
pueda hacer entre nosotros: la Ley de Memoria Histórica que propuso e hizo
aprobar durante su gestión. Había prevalecido hasta entonces en España la idea
sobre los orígenes de la vida moderna que el franquismo había impuesto.
Permanecía un catálogo inamovible de beatos inmarcesibles y pecadores
incorregibles diseñado por el tirano, que se respetaba a regañadientes, pero
también con entusiasmo. Media España permanecía en el ostracismo en su propia
tierra porque no convenía remover los escombros del pasado, porque era mejor
que los muertos de la guerra civil descansaran en paz. Pero los muertos del fascismo,
los que se levantaron contra la república legítima, a quienes se hicieron
funerales magníficos y no pocos monumentos que todavía no se han demolido. Para
los demás el olvido, la prohibición de recordar sus nombres, de ponerlos en el
lugar que les correspondía en la sociedad y en la vida de sus descendientes.
Eran rojos innombrables por cuya existencia no se podía hacer otra cosa
que clamar por la difícil purga de sus culpas, rojos pestilentes que ni
siquiera podían reclamar un lugar en los túmulos de los parientes.
Rodríguez Zapatero
acabó con esa pavorosa injusticia. Ahora, poco a poco, la memoria se ha
ido enrumbando por senderos limpios gracias al impulso de una legislación
debido a la cual se vienen logrando extraordinarias rectificaciones en la
España de la actualidad, logros imprescindibles para una convivencia
enaltecedora de veras. Lidiar con las ansias de un pueblo que clama por su
libertad no es lo mismo que atender los reclamos del pasado, pero puede ser un
estupendo prólogo. De allí que, quizá por mis defectos de historiador, prefiera
no irme de bruces en los juicios sobre el trabajo que realiza entre nosotros
este hombre que ya parece de la familia.
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