PEDRO GARCIA OTERO
PANAM POST
Se atribuye a Napoleón Bonaparte la frase, dicha un millón de veces después del Tratado de Tilsit, de que “la victoria tiene cien padres, pero la derrota es huérfana”.
No pareciéramos, la mayoría de los venezolanos (y de los políticos venezolanos) hechos de aquella madera de Winston Churchill, quien, tras la catastrófica, e incluso vergonzosa, capitulación de Dunkerque en 1940 (una película, por cierto, la recrea en estos días de manera excelente, para quienes quieran ir a verla), señaló ante la Cámara de los Comunes, en aquel discurso histórico, que el Imperio Británico lucharía
“en Francia, en los mares y océanos, en el aire […] defenderemos nuestra isla, al precio que sea […] jamás nos rendiremos, y aunque una parte de esta isla fuera sometida, cosa que no creo, nuestro imperio, allende los mares, continuará su lucha”.
No escribo para agradar
Sé que este artículo me va a granjear no pocas enemistades. Estoy preparado para ello, y digo más: me importa poco. Explicaré esto adelante. Pero hoy tengo que decir que buena parte de la sociedad venezolana -lo señalo con conocimiento, incluso con dolor-, ha sido condenada a un perpetuo infantilismo como consecuencia de un siglo de renta petrolera.
Nos caracterizan el inmediatismo, el voluntarismo, la simplificación y, sobre todo, la búsqueda de culpables cuando las cosas no salen bien. Esto último creo que no es solo venezolano, sino consustancial al ser humano, especialmente en sociedades como las actuales, caracterizadas por la gratificación inmediata de los impulsos.
Este locus de control externo, como se define en psicología, de la mayoría (según encuestas, 70 %) de los venezolanos, fue el que nos llevó de votar por Chávez en 1998 (no hablo de mí, que jamás lo hice, sino de amplios sectores, fundamentalmente de clase media) a esto que vivimos hoy, cuando el deporte de moda (enlazo con la frase de Napoleón), es criticar a la Mesa de la Unidad Democrática, y más que criticarla, desportillarla, con cualquier clase de argumentos (magnificados por esa letrina pública que en ocasiones es Twitter), para explicarnos a nosotros mismos por qué, a pesar de 100 días y 100 muertos, el chavismo no solo sigue en el poder (gobernar es otra cosa), sino que mal que bien, y aún en medio del aislamiento internacional y el interno (bástese ver los lugares que Nicolás Maduro, Diosdado Cabello y Vladimir Padrino eligen para sus alocuciones), logró instalar una Asamblea Nacional Constituyente que nos lleva derecho a la tiranía, (enlazo a Churchill; si se lo permitimos): para ello cuenta con la desmovilización del pueblo, anhela su autosometimiento.
Desde el domingo 30, una parte del país anda haciendo maletas; otra, tratando de ver cómo anima a todos los demás; y una tercera, anda culpando del fracaso a la Mesa de la Unidad Democrática. Quiero advertir que quien diga que funjo como vocero de la coalición, no me conoce: no formo parte de la MUD ni lo tengo en planes, más que como votante (aunque un refrán muy certero es nunca digas nunca).
Jamás, en 30 años de carrera como periodista, hice el menor esfuerzo por contemporizar con posiciones más allá de aquellas a las que llegué luego de escuchar a mucha gente y analizar los hechos. Jamás contemporicé sino con la verdad, o en todo caso, con lo más parecido a la verdad, eso que surge de la observación, el análisis, y como decía Habermas, la objetivación de los juicios subjetivos.
Y hoy hago lo mismo: mal que bien, con sus muchos errores, y sus no menos aciertos (que la gente es muy injusta), la Mesa de la Unidad Democrática es la única alternativa política real que hemos logrado construir al chavismo -pregúntenle a un ecuatoriano, un boliviano o un nicaragüense si no querrían ver unidad opositora en sus países-; además, contra un chavismo que, desde el día cero de su poder, y armado -con las armas de verdad-verdad, con su violencia, con una montaña de petrodólares, con el narcotráfico y con la mayor parte de los medios de comunicación-, se propuso, insisto, desde el día cero, quedarse solo en el tablero, gobernar en un país sin oposición.
Y fueron esos dirigentes (varias generaciones de dirigentes), acompañados de una parte del pueblo que jamás claudicó (y que se ha desgastado, pero sigue sin hacerlo) quienes, permanentemente, le han puesto la mano en el pecho al monstruo del autoritarismo, primero, y del totalitarismo, después, y lo han obligado a frenarse en varias oportunidades, y en los últimos años (aunque no lo parezca hoy), a retroceder aceleradamente.
El eterno retorno de la frivolidad
Hoy, la frivolidad de moda, entonces (en realidad no es nueva, aparece cada cierto tiempo, con cada desencanto), es destruir ese único constructo que hemos logrado en dos décadas de pelear contra unos tipos sin ningún escrúpulo, y dispuestos a matar: para “construir algo nuevo”, “algo no contaminado”, “algo que no cohabite”, etc.
Son los mismos, hay que decir, que no solo votaron por Chávez en 1998, sino que en 2005 (y hoy, pero esa es otra historia) pidieron abstenerse; los que los que señalan que “con el chavismo no hay nada que negociar”, y cuando les pides que razonen su respuesta, te dicen que ellos lo lograrán “con ideas” o “con la calle”, sin explicarte jamás el cómo. Con un acto de voluntad, con la desesperada confianza de los niños o los adolescentes, insisto.
Este discurso, por cierto, encuentra eco en parte de la misma MUD, sobre todo entre dirigentes que jamás han podido explicar cómo, teniendo recursos, acceso a medios y hasta carisma, no logran juntar partidos que quepan en algo más grande que una van. Es un discurso bastante mezquino, de zancadilla, hecho adrede para ver si logran dejar de jugar banco y pasan a la alineación titular, pero qué va… la gente sigue sin creerles.
Además, el discurso olvida que gran parte de la dirigencia de la MUD es, justamente, “lo nuevo”: son gente como Pizarro, Olivares, Guaidó, Mejía, Smolansky, Guevara, Goicoechea. Muchachos que no llegan a los 30 años, que se hicieron en la lucha estudiantil contra otra reforma constitucional (la de 2007), y a los que veo cuando voy a las marchas, al frente, llevando gas, llevando golpes… no han conocido otra cosa. Pudieran haberse casado, tener hijos, irse del país, ser profesionales exitosos, o todas las anteriores, pero están ahí. Mientras otros rumian sus frustraciones a través de las redes sociales.
Lo mismo se puede decir de Julio Borges (víctima propiciatoria de las viudas del 30J), a quien he visto recibir golpes en media docena de ocasiones. Ojalá muchos de los que truenan permanente por Twitter gritándole “vendido”, con su furiosa actitud de vírgenes vestales, hubieran hecho lo mismo al menos la mitad de esas veces.
O Leopoldo López, quien lleva casi cuatro años preso y no llega a 50 años (¿él también será “lo viejo”, me pregunto?). A él también lo critican porque “ya se vendió”, porque de pronto el Gobierno lo envió al arresto domiciliario, o porque él mandó a su esposa a Miami, actitud, por lo demás, muy humana: proteger a sus seres queridos ante la eventualidad cierta de una guerra civil.
Apuntar para donde es
Viejos son Nicolás Maduro, Diosdado Cabello, Delcy Rodríguez y su hermano (el alcalde más incapaz que ha tenido Caracas, una ciudad con la desgracia de alcaldes incapaces hasta la contumacia). Son lo más viejo de lo viejo, de los vicios venezolanos: del militarismo, del comunismo, del fascismo. Son un batido de ideas anacrónicas, mezclado, por cierto, con mucha corrupción, que también es un fenómeno de vieja data en Venezuela.
Y son, además, un grupo, como ya dije, contra el cual la lucha es algo novedoso, como está también descubriendo apenas ahora la comunidad internacional, aunque aquí lo sabemos al menos desde 2002: un grupo con tantas imbricaciones con el crimen organizado que, prácticamente, la única manera de reducirlo será por la vía de la justicia internacional.
Un grupo que prefiere matar, o morir, que abandonar el poder. Un grupo al que no le tiembla el pulso para la sangre, es más, que la anhela. Y que cuando no la tiene, pues vive en estado de trampa permanente contra los demás.
Ese es el enemigo. No los que luchan de este lado. Contra ellos luchamos: como decía hoy Juan Andrés Mejía en un programa de radio,
“nosotros no queremos pelear con los métodos del chavismo. Nuestros métodos son democráticos. Nosotros no estamos dispuestos a matar”.
Yo me quedo con eso. Es la mejor declaración de principios que un político puede hacer, porque al fin y al cabo, la política se inventó para que los hombres no se mataran entre sí. Una declaración de principios en la que yo me siento reflejado. Allá los que se sientan reflejados en otras.
¿Qué la MUD tiene errores? Por supuesto. A mí, en particular, me desespera su eterna falta de plan B, cómo siempre parece sorprendida por las evidentes maldades de sus rivales, las dudas que rodean todas sus decisiones (vacilaciones que entiendo porque los consensos en coaliciones son difíciles), y, sobre todo, sobre todo, después de que se fue Chúo Torrealba, me fastidia su falta de una vocería capaz de enviar mensajes claros, sobre todo en momentos de crisis.
Me choca que no suele dejarse aconsejar, sacudida por ese viejo vicio de la desconfianza de los políticos venezolanos; me aturde el pescueceo de algunos personajes, y cómo a veces, sus dirigentes se dejan guiar por Twitter, una plataforma donde gana más el que más grita, normalmente.
Todo eso me enerva, pero comprendo que la MUD es así porque está hecha, también, de venezolanos. Como ya dije, nos cuesta planificar, se lo atribuimos todo a los demás, y siempre esperamos que alguien se ocupe. Y como yo también me cuento entre estos, le delego a ese grupo la responsabilidad de que me represente políticamente. Soñar con políticos perfectos es pensamiento mágico, wishful thinking, algo que también nos gusta mucho a los venezolanos. No tenemos a un Churchill porque no somos ingleses.
Pero, como también creo que por encima de todas esas cosas malas, los venezolanos somos buenas personas (salvo los 200 tipos que nos tienen de rehenes), pienso que la MUD está hecha de buenas personas. Y a lo mejor, como también soy voluntarista (soy venezolano, pues), creo que a la larga, los buenos ganamos siempre, o casi siempre. En esto tengo a la historia a mi favor. Los buenos ganamos porque la ventaja moral es importante, y suma. El mal resta.
Al final, Churchill, que vuelve a salirme de fantasma (soy un gran fanático de la historia de la II Guerra Mundial), no se peleó con De Gaulle, con sus generales ingleses, y se fue enfurruñado a Estados Unidos a seguir bebiendo su amado whisky y fumándose sus amados habanos, refunfuñando porque todos “se vendieron” menos él, para quedar bien consigo mismo. No hubiera sido consecuente con sus 70 años de lucha política. Se quedó, luchó y venció, y en el camino, negoció hasta con un tipo como Stalin, en las antípodas de su pensamiento y de su ética, pero menos malo que la alternativa, que era Hitler.
Una palabra suya en estos días me encanta: “Prevaleceremos”, decía, en los momentos más negros de la Batalla de Inglaterra. Eso es lo que nos falta a los venezolanos: La seguridad de nuestra constancia, de nuestra convicción democrática. Que el chavismo, y el mundo, entiendan, sin dudas, que jamás nos rendiremos. Y que además, lo vamos a derrotar sin violencia, porque ese es el objetivo supremo.
Creo que si Maduro lo entiende (si se lo hacemos entender), coge el avión. Que está mucho más débil de lo que pensamos en estas horas también muy oscuras, las más oscuras de nuestra amada Patria.
Que viva Venezuela.
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