Comité Editorial
New York Times
Cada día, el presidente Donald Trump proporciona nueva evidencia de que está fracasando en el puesto que los estadounidenses le confiaron. El gran desastre de su presidencia empeoró la semana pasada con una conferencia de prensa el martes en la que pareció determinado a sembrar el conflicto racial en un país desesperado por tener una visión unificadora.
Desde la década de 1930, no ha sido algo tan complicado el que un líder denuncie el nazismo. Sin embargo, este presidente no tiene nada de habitual: algunos de sus asesores y familiares lo instaron a aprovechar la autoridad moral y majestuosidad del cargo presidencial para sanar las heridas provocadas por la violencia de los grupos neonazis el el 12 de agosto pasado y a poner el bienestar del país por encima de sus rencores personales. Pero, en vez de eso, decidió defender a los supremacistas blancos, algo que como nunca antes ha generado profundas dudas acerca de su brújula moral, su entendimiento de las obligaciones de su oficina y su aptitud para ocuparla.
Básicamente, nos encontramos en ese punto: un país liderado por un rey de la discordia que parece estar divorciado de la decencia y del sentido común. Las alarmas de inmediato fueron prendidas. Cinco miembros de los jefes del Estado Mayor Conjunto emitieron una reprimenda poco común, mediante la que condenaron el extremismo basado en la raza, tanto en el ejército como en el país. Líderes extranjeros –desde el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, hasta la primera ministra del Reino Unido, Theresa May– condenaron la intolerancia y la falta de liderazgo de la Casa Blanca.
De entre las muchas quejas y denuncias, la más fuerte provino de los aliados putativos de Trump en la comunidad empresarial, un brillante grupo de importantes líderes financieros y corporativos que comenzaron a renunciar de dos de los consejos consultivos de la Casa Blanca a principios de la semana pasada, lo cual terminó por obligar al presidente a desintegrar ambos páneles con tal de ahorrarse la humillación de presenciar más deserciones corporativas. La Casa Blanca abandonó un tercer consejo consultivo, en torno a la infraestructura, un área donde Trump esperaba cumplir por lo menos una de sus promesas de campaña: generar empleos.
Se dijo que Trump estaba motivado por sus declaraciones del 15 de agosto, que consideró como una reprimenda a las fuerzas políticamente correctas que, según él, están resueltas a derrocarlo. Se abalanzó atacando a los críticos de todos los bandos y publicó en Twitter ráfagas de sinsentidos históricamente incorrectos. Una de las más atroces fue cuando, poco después del ataque terrorista del jueves en Barcelona, repitió la patraña de que el general John Pershing, conocido como Black Jack, había detenido a terroristas islámicos en Filipinas al asesinar a decenas de ellos con balas cubiertas de sangre de cerdo, una estrategia que a Trump le parece digna de imitarse.
Uno de los indicadores de la consternación provocada por el comportamiento de Trump es que, extrañamente, nos reconfortan cosas que en cualquier presidencia normal provocarían preocupación. Una de ellas es la total incompetencia que este presidente ha exhibido. Además de poner en riesgo las protecciones ambientales, financieras y de seguridad mediante órdenes ejecutivas —en su mayor parte frustradas—, y más allá su política comprobablemente cruel de deportaciones, así como de las lamentables designaciones para integrar tribunales, por suerte han fracasado los peores planes de Trump (como la destrucción de la Ley de Atención Medica Asequible), mientras que otros desaparecieron.
Esa es otra peculiaridad, otro caso en el que las expectativas tradicionales se vuelcan. Los estadounidenses acostumbrados constitucional y políticamente al liderazgo civil ahora dependen de dos exgenerales y un general —John Kelly, el nuevo jefe de personal de la Casa Blanca; H. R. McMaster, el consejero nacional de Seguridad, y Jim Mattis, el secretario de Defensa— para evitar que Trump se descarrile por completo.
Con experiencia y educación, bien versados en los terribles costos de la confrontación global e impulsados por un ímpetu para servir al público —algo que no tiene Trump—, se espera que estos tres personajes puedan contrarrestar los peores instintos del presidente. Sin embargo, en el mejor de los casos, ese es un débil respaldo, dado el entrenamiento que los líderes militares tienen para obedecer al comandante en jefe y la tendencia de Trump a confundir las críticas con la “deslealtad”. Además, la idea de que haya tres hombres militares en los puestos más altos de la creación de políticas estratégicas causa todavía más dudas durante una época en la que el Departamento de Estado ya no tiene experiencia y la diplomacia tradicional se ha marginalizado.
Algunas personas —optimistas, según nosotros— creen que los peores instintos de Trump podrán controlarse, o por lo menos moderarse, después de la salida de Stephen Bannon, una de las fuerzas más oscuras de la Casa Blanca. Bannon sin duda reforzó y les dio un falso sentido de intelectualidad a las limitadas ideas de Trump en torno a la inmigración y la raza, pero su influencia parece haber disminuido por orden de Kelly.
De cualquier forma, su salida no resuelve el principal problema: Trump.
Hay algunas señales de que nuestro sistema democrático está funcionando para contener a Trump. El fracaso de sus iniciativas para privar a millones de estadounidenses de su cobertura de servicios de salud, la investigación continua de su administración por parte del FBI, los desafíos en la corte a sus decretos ambientales y migratorios y el hecho de que sus aliados egoístas ahora estén dispuestos a dejarlo solo sugieren que no es inmune a las fuerzas que han derribado a los presidentes deficientes que lo precedieron.
¿Es justo volcar nuestras esperanzas sobre el Partido Republicano, en especial a sus líderes en el congreso? Por motivos de ineptitud y complicidad ideológica, los líderes del partido casi no hicieron nada para contrarrestar el fenómeno de Trump y tampoco buscaron aplacar sus peores excesos de una manera constante, los cuales comenzaron con sus falsas declaraciones acerca del nacimiento del presidente Barack Obama y continuaron con su demagógico discurso inaugural.
Por eso resulta más que improbable que Mitch McConnell, el líder de la mayoría en el senado, o Paul Ryan, el irresoluto presidente de la Cámara de Representantes, consideren tomar medidas firmes, como la censura. No obstante, es justo preguntarse, simplemente como un asunto de autopreservación política: ¿no tendría sentido un esfuerzo concertado para alejar a Trump de los grupos raciales?
Sus índices de aprobación se desploman por debajo del 35 por ciento mientras él sigue fantaseando con menos de un cuarto de los estadounidenses que dicen que ninguna decisión de Trump podría acabar con su apoyo. Ahora que se acerca un año de elecciones, ¿ahí es donde McConnell y Ryan quieren estar?
Para los simpatizantes que le quedan a Trump, la cuestión más importante no es política, sino moral. Es saber si seguirán apoyando a un representante que está enemistando a gran parte del país al aceptar el extremismo. Así es, hay otros republicanos que, a pesar de haber adoptado el estandarte de Abraham Lincoln, también han cortejado a los intolerantes, de maneras sutiles y no tan sutiles, desde la época de la “estrategia sureña” de Richard Nixon.
Sin embargo, Trump ha traído a la superficie esas ideas que antes eran solo un subtexto. La semana pasada se deshizo de la pretensión y el camuflaje. Al tomar la decisión de dividir a los estadounidenses en vez de unirlos, abandonó el legado de Lincoln y en su lugar adoptó el de Robert E. Lee y Jefferson Davis. No quiso recurrir a los mejores espíritus de Estados Unidos, sino a sus demonios.
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