Ernesto Tenembaum
El País
El día que en Venezuela la oposición realizó el plebiscito en contra de la Asamblea Constituyente, en Buenos Aires ocurrió un hecho inesperado: miles de venezolanos, con sus banderas, se concentraron en los tres centros de votación dispuestos en la capital argentina. Hasta entonces, cualquier habitante de la ciudad seguramente había percibido cierta presencia. El dueño de la nueva fiambrería de un barrio humilde del Sur es venezolano. En Palermo, una típica zona de clase media acomodada, hay un local de comidas precocidas cuyo nombre es Vino Tinto, en homenaje al apodo con que se conoce a la selección de fútbol venezonala. Tal vez alguien notó la tonada caribeña del empleado de un lavaautos o que la graciosa camarera del Starbuck de tal esquina llegó hace unos meses de Caracas. Pero, hasta el día de esa votación, ese fenómeno no se había revelado en su real dimensión.
Algunos referentes de la comunidad venezolana en la Argentina calculan que 27 mil personas votaron y que reciben a 400 más por semana a Buenos Aires. En general, llegan por tierra, en autobus, una odisea que durá siete días, y en la que atraviesan la mitad del Brasil. Los exiliados cargan con un miedo, que los obligó a soltar amarras, y al mismo tiempo, con una esperanza, que explica por qué no las sueltan del todo. El miedo es que Maduro se quede en el poder por varias décadas. La esperanza es que se vaya pronto y ellos puedan volver. En general, se trata de personas con formación universitaria, origen de clase media, que consiguen rapidamente empleo en Buenos Aires porque, como les ocurre casi siempre a los inmigrantes, el tamaño de sus urgencias está en relación inversa con el de sus condiciones. Necesitan hacer pie.
Sus preguntas son las clásicas de cualquier exilio.
¿Volveremos?
¿Cuando?
¿Qué noticias tenés de allá?
¿Y si Maduro se queda para siempre?
Para el chavismo, o para gran parte de la izquierda latinoamericana, son los "maginches", los mediocres, los bobos, los funcionales al imperialismo. Pero, cara a cara, no parecen nada de eso. Personas comunes, desterradas, para las cuales la política no era una prioridad, pero que fueron arrastradas hacia ella sobre todo por el desastre económico que los rodeaba: víctimas de la locura ajena. Y si no quieren a Maduro no es porque sea de izquierda, o de derecha, o lo que fuera que es, sino porque, simplemente, generó una situación que los obligó a dejar sus olores, sus vidas, sus playas, sus abuelos, su alegría.
America Latina vive en estos días convulsionada por el desastre venezolano. Y, tal vez, la pregunta clave es la misma que se hacen los miles de exiliados. ¿Y si Maduro se queda para siempre?. Es una duda dramática para ellos, porque una respuesta afirmativa significaría el destierro permanente. Pero también lo es para quienes no son venezolanos. Porque el autogolpe de Maduro representa un quiebre respecto del gran avance que América Latina vivió desde la década del ochente, esto es, el regreso de la democracia y la libertad.
Desde esos años temerosos, ocurrió de todo: intentos de golpes de estado, crisis económicas gravísimas, destitución de presidentes de manera irregular, aunque fuera por vía legal. Pero esas imágenes de líderes opositores arrastrados a la cárcel, en una madrugada, por una patota de militares: eso no. Parecen restos diurnos mal elaborados del pinochetismo. Esas escenas de tanquetas pasando por encima de jóvenes desarmados: eso no. Suspensión de elecciones, reemplazo de comicios libres por simulacros exóticos, ingreso de matones para golpear legisladores en el Parlamento, detención de miles de presos políticos, cierre de medios de comunicación y todo documentado por los organismos de derechos humanos más prestigiosos del mundo: todo eso es nuevo.
Por eso, es una pregunta inmensa e inquietante: ¿qué pasa si Maduro se sostiene?. Lo que Maduro hoy hace con retórica de izquierda, otro lo puede hacer mañana por derecha: invocar una amenaza externa --ese recurso tan antiguo como pueril-- para violar los derechos humanos. Y entonces, el gran logro de latinoamerica, tan reciente, estará en riesgo. Habra imitadores. Unos triunfarán, otros no. Pero las reglas habrán cambiado. Hace no mucho, apenas cuarenta años, lo habitual era que existieran en casi todos los países presos políticos, exiliados, que los militares balearan a los manifestantes. Maduro ha logrado, después de mucho tiempo, que el mundo volviera a ver esas postales enviadas desde Latinoamerica, cuando parecía tema superado. La salida es sencilla: convocar a elecciones libres con veedores internacionales. Pero él no quiere porque pierde.
Por eso, la pregunta es angustiante.
¿Qué pasa si la nueva dictadura miitar venezolana triunfa?
La vida de los exiliados venezolanos cambiará para siempre.
Y la de este hermoso continente, tal vez, también.
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