Madrid
De lejos, las desgracias pesan más o por lo menos, de otra manera: no es la inmediatez de los gritos ni el mareo oscilante que convierte a los minutos en siglos; es la lejanía dolorosa, la imposibilidad de abrazar y el eco de los llantos. El agua del azar dictó que en el aniversario del gran terremoto del 85 la Ciudad de México amaneciera con un simulacro que quizá resultó más que premonitorio, precautorio y quizá preparó los reflejos ante la nueva tragedia. De hecho, quizá los sismos de la semana pasada fueron aviso de lo porvenir y metáfora de las desgracias a sumarse hoy mismo: allí donde ayer se alcanzó la imperdonable cifra (más que número, vida) de la víctima número cien mil en la enloquecida pesadilla de la narcoviolencia, hoy se van sumando los edificios caídos, los muertos con sus nombres y apellidos, las calles del cascajo, los círculos concéntricos de un horror que parece haberse tallado en piedra hace siglos.
El azote impredecible de los terremotos, la ferocidad real de los huracanes, la punzada de la tragedia no se percibe de veras hasta que hinca su dolor en la piel y contrasta con la inexplicable sincronía de las fechas que coinciden, pero es precisamente por la memoria viva de los muertos que quienes sobrevivieron en solidaridad imbatible los sismos de 1985 recuerdan hoy intacta una renovada versión del valor, de la cooperación instantánea más allá de los uniformes y de los cascos, de las ansias ordenadas o más o menos ordenadas por no estorbar y al mismo tiempo ayudar, por eludir tanta falsa noticia que intenta inflar la tragedia o insuflarle sentidos que nada tienen que ver lo que realmente duele: los heridos y los muertos, los que aún están enterrados en escombros y la angustia intraducible de los niños y los ancianos.
Dice Juan Villoro que los mexicanos llevamos un sismógrafo bajo la piel y además, con la lucidez acostumbrada, que los sismos son los verdaderos jueces de la honestidad o desfachatez de los ingenieros y arquitectos. En tragedias como la de hoy se miden los abusos y mentiras de quienes han apuntalado estructuras que se derrumban a la primera sacudida, pero también la oleada de millones de mexicanos que alzan la mejor cara de México, la honesta transpiración sin horarios que echa la mano sin fijarse en apellido o color de piel, el alivio incansable para quien llora o tiene sed, la serena mirada vidriosa que contagia a todos para seguir adelante y crecerse mucho más allá de los discursos y corbatas.
Cuando duele México por desastres sus heridas y su llanto hacen ecos diferentes en todo el mundo, en los lugares apartados donde jamás han sentido en vivo el oleaje de un terremoto o la sacudida de un huracán, la prolongación insólita de la lluvia durante semanas o la sequía que pinta a sus desiertos con la calavera de la desolación. Cuando duele México por tanta mala tinta roja que se vuelve titular en todos los idiomas por el morbo criminal de los capos, por la corrupción increíble de los políticos, por la desidia abusiva de los empresarios exageradamente opulentos en medio de tanta miseria, pero cuando duele México por tragedias y cuando todo ese dolor llega de lejos quiero que se sepa que no hay sombra que no parezca hablar en colores, que todo sabor incluso amargo sabe a Jamaica y cilantro, aguamiel y melancolía; cuando duele México quiero que se sepa que en Madrid hay tanta gente que llora y piensa en las calles e imagina el mapa de todo el país no por GPS sino por afectos, por los amigos y familiares que son buscados también en las colonias que poco a poco han poblado con tan inmenso ejemplo los barrios de Chicago, la manzana de Manhattan, la inmensa mancha urbana de Los Ángeles… cuando duele México duele la prosa de muchos de los mejores escritores que ha dado la literatura de este planeta y tanta música maravillosa se filtra en los árboles lejanos y sopla como viento en los paisajes de la madrugada en La Mancha…. Y quiero que sepan que cuando duele México duele el aire que la evoca en todo el mundo que ha respirado inspiración en paisajes de todos los verdes y litorales de todos los azules y caras que sonríen incluso cuando duermen y párpados somnolientos y el ladrido de los perros callejeros que intentan anunciar lo que quizá no alcanza a advertir la alarma sísmica y los miles de desheredados, sin nombre y sin cuenta bancaria que ven volar los techos de lámina en los vendavales y los cimientos de sus sueños en esta tragedia que en realidad afecta a todos y duele a todos.
Cuando duele México como dolemos hoy por cada piedra y cada persona, lo único que se alza en callada esperanza es la seguridad de que la mejor savia de millones de mexicanos levanta siempre la definición más clara de la entereza, la promesa más creíble de que todo esto se volverá memoria viva, así pasen otros treinta y dos años del pasado terremoto que parece clonarse hoy y en cada supuesto naufragio donde México entero vive incluso con sus muertos, vive con todos sus siglos encima con todos sus mejores rostros dando de frente la cara y tendiendo la mano que cruza cualquier mapa… pero de lejos, hay un silencio en los horarios más alejados y un inquieto desvelo en cada sombra que se parece mucho al reflejo que permite los abrazos, al jalón con el que se salva a un damnificado entre escombros y al luto de gritos callados con el que nos despedimos de las víctimas. De lejos, hay maneras de llevar a México en el corazón y quizá sea inversamente proporcional a la posibilidad de ahora mismo todo México perciba la preocupación desvelada, la tristeza infinita y la esperanza apretada de millones de personas que lloran, callan, evocan o preguntan, desean e incluso rezan para aliviar todo lo que se siente cuando duele México.
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