La epopeya de Andrés Velásquez
ELIAS PINO ITURRIETA
EL NACIONAL
Dentro de los hechos que hoy sacuden a los partidos de la oposición,
destaca la batalla que ha librado Andrés Velásquez como candidato a la
Gobernación del Estado Bolívar. Es la demostración de un coraje cívico
que contrasta con la mayoría de las conductas de los candidatos que han
visto burladas sus nominaciones y de quienes se esperaban respuestas más
decorosas. Es la excepción frente a las reacciones vacilantes y en
muchas casos anodinas de la MUD, ante una elección viciada y artera que
ha sacado a sus nominados del juego. Si alguien brilla con luz propia en
la etapa oscura de la organización que prometió un triunfo arrollador y
ahora limosnea votos y cariños, es el hombre que se ha ganado el
respeto de la sociedad debido a su voluntad de no dejarse avasallar por
las arremetidas de la dictadura. Un caso insólito, si se compara con la
indeterminación de la mayoría de sus compañeros de ruta y de la cúpula
que los coordina.
Velásquez conocía a cabalidad la magnitud del enemigo que
enfrentaba y no solo se preparó para no quedar en ridículo ante sus
mañas, sino también para demostrar que le podía ganar en buena lid.
Estudió el panorama y se dispuso a controlarlo. No dejó cabo suelto en
el cálculo de sus pasos, para que las vagabunderías del PSUV regional no
lo pusieran a trastabillar. Se ocupó de poner en marcha una
organización que podía dar respuesta a las truculencias y a las
emergencias, en una demostración de entendimiento de su realidad que
contrasta con la manera peregrina de observarla en la mayoría de las
otras jurisdicciones que apuraban el mismo trago. No tenía dudas sobre
la indiferencia de muchos electores, y de la obligación de ganarse su
voluntad en un contorno rodeado de amenazas. No quería burlar los
compromisos con los ciudadanos y se echó a la calle para no quedar como
un demagogo corriente. Sabía lo que se jugaba y se preparó para salir
airoso.
Su predicamento se distingue con rasgos de heroísmo por los
intereses que pretendían permanencia en un estado que ha sido teatro de
un gansterismo de proporciones descomunales debido a los negociados por
las riquezas de una tierra pródiga. Hablamos de un gansterismo que ha
provocado centenares de muertes y duras refriegas contra los sindicatos
establecidos en la región. Hablamos de operaciones promovidas por los
poderes entronizados en la sede de la gobernación y en las empresas
públicas, con el objeto de controlar inmensas fortunas nacidas de la
ilegalidad y apuntaladas en conductas delictivas. Nos referimos a
intereses ligados con poderes extranjeros, a los que se ha entregado en
forma vergonzosa la explotación de los yacimientos del suelo y del
subsuelo. Velásquez sabía que un monstruo de colmillos afilados y de
tentáculos de acero estaba dispuesto a impedir su victoria, pero se armó
de coraza y escudo para que el dragón quedara sin candela. Parece que
habláramos de una pugna medieval, de una hostilidad como la de los
libros de caballería contra endriagos demoníacos, pero la analogía no
luce exagerada.
De allí la posibilidad de hablar de unos Amadises de Guayana en la
retaguardia del caballero andante, de una brigada de esos personajes
insólitos de los escritos de aventuras que volvieron loco a Alonso
Quijano para concederle fama universal. Un partido nacido en el seno del
sindicalismo de la época de la democracia representativa formó la tropa
y salió a combatir. Una tienda que parecía poco habitada volvió por sus
fueros sonando auspiciosas cajas. Del interior de la Causa R, es decir,
de un espacio labrado en la aspereza de las relaciones obreras y en las
entrañas del pueblo trabajador, salieron los lanceros, los alabarderos y
los sopladores de clarines que hicieron causa común con el coracero que
nos ha regresado a un tiempo de hazañas extraordinarias que los
actuales manejadores de la oposición sienten como fábulas inútiles, o
como contiendas indignas de su civilizado pellejo.
Cuando veo a Andrés Velásquez en la cruzada contra los negociantes
del arco minero, la imaginación me pone frente a la lucha de Alonso
Andrea de Ledezma ante los piratas que acosaron las costas de Venezuela
en la época colonial. Pero también, por desdicha, ante los medrosos
habitantes de la ciudad de entonces, escondidos en sus domicilios. Si lo
piensan con calma, o con toda libertad, sentirán que la comparación no
es descabellada.
epinoiturrieta@el-nacional.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario